De todas nuestras emociones, la ira es la más controvertida. Socialmente depreciada, la negamos, la condenamos, nos culpamos por sentirla. ¿La solución es luchar con ella? No. Ya sabemos que luchar contra algo hace que eso crezca más. Comencemos por conocerla.
¿Para qué sirve la ira? Podemos considerar dos vertientes. Una es la de protección. Si nos sentimos atacados, lastimados, ignorados, rechazados, engañados, la ira nos ayuda a poner límites, a cuidarnos, a considerarnos. La otra es la de lidiar con la frustración. Si no logramos algo, si las cosas no son como deseamos, si vemos una injusticia, la ira nos habilita a encontrar una solución.
Al considerarla una “mala” emoción, nos perdemos estas posibilidades. Al definirla como “incontrolable”, nos dejamos llevar por ella y caemos en la violencia y la descalificación, tanto nuestra como de los demás. Por definición, toda emoción es pasajera y nos mueve a hacer algo. Es algo así como una mensajera que nos advierte sobre una situación y, al ser corporal, nos incita a resolverlo a través de una acción eficiente.
Lamentablemente, al vivir de manera inconsciente, no mediamos entre la información y la reacción, por lo que saltamos impulsivamente y después lamentamos las heridas ocasionadas, los problemas físicos que involucra y las consecuencias indeseadas. Otros, en cambio, no se permiten sentirla. Hace tiempo, una paciente me contó una escalofriante historia, en la que su madre había abusado de ella (y lo seguía haciendo) de muchas formas. Con ese antecedente, no era raro imaginar porqué tanto sus esposos como sus jefes como sus amigas habían sido victimarios feroces. Cuando le pregunté si estaba enojada con su madre o con ellos, virtuosa, me contestó que no, que ella jamás había sentido ira por nadie. Le dije que justamente ésa era la razón por la que había pasado por esos sufrimientos. Cuando tomó conciencia de la ira que reprimía y comenzó a permitirla, no podía creer la energía que sentía y el aprecio por sí misma que nacía.
La clave está en honrar la ira y canalizarla adecuadamente. ¿Qué significa honrar? Aceptarla en sus beneficios y cuidarla en sus riesgos. Es la más fuerte e intensa de las emociones; si la dejamos a su antojo erosionará nuestra autoestima y las relaciones con los demás; si la reconocemos como parte de nuestra conexión cuerpo-mente y descubrimos salidas apropiadas a su llamado, nos beneficiaremos con su potencia. Así, encontraremos la diferencia entre sentirnos encolerizados y actuar encolerizados.
Esto implica vivir con conciencia. Sólo si nos damos cuenta de lo que sentimos, regularemos nuestra reacción y discerniremos de forma provechosa. Al prestar atención a la irrupción del enojo, podemos respirar, exhalarlo, centrarnos lo mejor que nos sale e interrogarnos: “¿qué me está tratando de decir esta ira”. Esta simple pregunta acepta lo que sentimos (sin engancharnos ni culparnos) y nos revela su propósito.
¿Alguien nos está faltando el respeto? Pongamos un límite respetuosamente entonces. ¿No nos sale en el momento? Contener la emoción ya es saludable y nos permite dejar para más tarde la resolución que necesitamos, para ponerla en práctica cuando decidamos. Lo peor es entrar en una sucesión interminable de descargos y sucesos previos que alimentan el fuego de la ira, victimizándonos inútilmente. Somos creadores de nuestra vida. ¿Para qué atrajimos a esta persona y a esta situación aquí? Al hallar la respuesta, hallamos la esencia de nuestro aprendizaje.
La ira es una maestra poderosa, que nos guía a través del aprecio y la frustración. Procuremos usar su energía cuidándonos y encontrando creativas formas de transitar nuestro camino, transformándola en humildad, autoestima, aceptación y amor.
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