Cuando era niño, algunas experiencias místicas empezaban a insinuarse y
no sabía cómo esconderlas, porque eran difíciles de explicar a un tercero. La
única persona que las intuía era mi madre. Ella me preguntaba por qué lloraba,
y no tenía otra opción que decirle que estaba triste. Me miraba a los ojos y
decía que aquellos no eran ojos de tristeza. Entonces yo esbozaba una rápida
sonrisa y me escapaba a jugar, para que no me siguiera preguntando.
En la juventud fue más complicado. Es la etapa en
la que impera la ignorancia, la dulce, espantosa y brutal ignorancia de la
juventud. Fueron momentos en los que aquellos sentimientos eran inabordables,
no veía salida alguna a aquella forma de vivir las cosas. Trataba de ocultar
todo aquello, y a veces el licor y otras veces la locura de la pasión ayudaban
anestesiando el fulgor de lo Divino.
Pero, finalmente, lo inevitable sucede. Es
inevitable porque quien Ama no tiene otra forma de vivir que esa. Finalmente
sobreviene el llanto, el estallido de la Comprensión, darse de bruces con la
esencia de la Divinidad. Y entonces finalmente se ve a Dios, se revela el
rostro del Amado.
Se ven los ojos de Dios, el cuerpo de Dios, y en Él
caben todos los universos, no solamente los que conocemos, sino los que están
más allá de este. Se ve fluir la intensa corriente de la vida, de la belleza,
de la fuerza que hay en todas las cosas; se percibe en un instante la violencia
latente en la naturaleza, los elementos que la constituyen, se percibe el
chisporroteo de la materia y la fuerza de la energía, se percibe la
irresistible proximidad de todas las cosas aunque estén a millones de años luz
de distancia.
Se percibe el tiempo atrapando entre sus redes el
pasado, el presente y el futuro, y todo acontece al unísono, en un mismo
instante. Y el místico no entiende, solamente se entrega, no tiene otra opción
que hacerlo, y cuando se regresa de ese mundo, de esa extraña visión, el cuerpo
está débil, han pasado horas, a veces incluso días, no se puede hablar, la cara
está bañada en lágrimas, se está profundamente mareado.
Se regresa a un universo que había desaparecido
momentáneamente y no se entiende de dónde se viene; no se sabe qué ha pasado
con Aquello que se ha visto y el universo empieza a replegarse nuevamente en
miles e infinitas partes diferentes unas de otras.
Los objetos van apareciendo distintos uno a uno. No
han dejado de ser lo que eran ante los ojos del Amado, pero empiezan ahora a
aparecer en un sitio concreto: aparece claramente el color verde diferente del
rojo, el azul del amarillo, las formas alargadas de las redondeadas, y el rapto
místico ha terminado.
No se encuentran palabras para describir Aquella
visión. No sabemos si fue un sueño o una pesadilla, si fue un instante de
desesperación o de éxtasis, simplemente no hay respuesta en la mente. Se
observa el mundo y notamos que es el mismo que existía hace un instante, pero
ahora las “partes” establecen su presencia en mayoría, separadas cada una por
fracciones de espacio en fracciones de tiempo.
Entonces nos preguntamos: ¿Por qué he vuelto? ¿Por qué se me ha revelado
otra vez esta divina experiencia? ¿Por qué he regresado? ¿Por qué vuelvo a esta
realidad tan pobre? ¿Por qué, Señor, me abandonas en este mundo fraccionado?
Entonces, empieza el ruego. El ruego es la expresión de cercanía y amistad con
la Divinidad. Se ruega a Dios para que se dé otra vez lo que se vivió, porque
la vida no tiene más sentido que Ese. Porque lo único que tiene sentido es ver
que Todo está en todo. Pero a veces el ruego no es atendido y pasan meses o
años en los que, silenciosamente, se pide a Aquello que nos transporte de nuevo
a esos mundos. Hasta que finalmente el Amado escucha las cansadas palabras de
un amante desesperado por su cercanía. Entonces, por fin, el corazón descansa.
Descansa en los brazos de Aquello que acoge todas las cosas y que arrulla en la
eternidad; son los brazos de Aquello que se Ama.
La experiencia mística es extraña. Es profundamente
contundente. Es altamente consciente. Es extremadamente inteligente y, al mismo
tiempo, profundamente ininteligible.
Que nadie se preocupe por no haber entendido del
todo mis palabras, basta con que hayan escuchado con el corazón abierto.
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