A veces
callamos demasiado. Por educación. Por miedo a ofender. Por inseguridad. Porque
no sabemos si es el momento adecuado… El problema es que esos silencios pueden
terminar convirtiéndose en una bomba de relojería a punto de estallar en
cualquier momento. Si no decimos lo que nos molesta cuando nos molesta, en vez
de usar nuestras mejores palabras, terminaremos usando nuestras “mejores”
ofensas.
Los peligros de acumular demasiada frustración
Solemos
pensar que la ira es nuestra peor enemiga, que es una de las emociones más
negativas que podemos experimentar pero en muchos casos en su base se esconde
la frustración. La frustración suele ser una emoción que va in
crescendo, por lo que a veces es difícil de detectar y detener. Cuando nos
damos cuenta, estamos tan frustrados que terminamos estallando.
Lo
paradójico es que solemos frustrarnos más con las personas más cercanas e
importantes para nosotros. A pesar de que queramos mucho a alguien, ese alguien
también puede generar una gran frustración en nosotros. Eso se debe a que todos
tenemos cierto nivel de tolerancia a la frustración, que disminuye con la
exposición repetida a una situación o a una persona cuando consideramos que lo
que ocurre es frustrante.
Eso
significa que al inicio de una experiencia difícil, podemos gestionar con
facilidad nuestra frustración pero a medida que pasa el tiempo y esa
experiencia se repite, quizá porque no somos capaces de ponerle coto expresando
cuánto nos molesta, nuestra capacidad para gestionarla disminuye
considerablemente, hasta que llega el punto en que simplemente sentimos que
somos incapaces de seguir soportándolo.
Con las
personas cercanas, ese nivel de tolerancia puede disminuir de manera aún más rápida
ya que a menudo no tenemos un espacio más íntimo y privado en el cual
recluirnos para reencontrar la calma y recuperar nuestro nivel de tolerancia.
El contacto diario hace que nos saturemos más rápido. El problema es que en ese
momento perdemos el autocontrol, por lo que terminamos estallando, diciendo o
haciendo cosas de las que después nos arrepentimos.
El riesgo de caricaturizar a los demás
Cuando nos
sometemos a situaciones incómodas en silencio, sin defender nuestros derechos,
se activa nuestro diálogo interior, un mecanismo a través del cual le damos
rienda suelta a nuestra imaginación para intentar resolver los conflictos del
mundo real sin provocar enfrentamientos.
El problema
es que en muchas ocasiones ese diálogo interior se nos termina yendo de las
manos, por lo que caricaturizamos a la otra persona. Terminamos resaltando solo
sus defectos, asumiendo un pensamiento “blanco y negro”, que no es el mejor
aliado de la conciliación, sino que se convierte en más leña para el fuego.
Cuando estamos muy frustrados podemos perder la perspectiva y de repente dejamos de ver las buenas cualidades de los demás, de manera que las palabras o actitudes hirientes escuecen aún más en la herida.
Cuando estamos muy frustrados podemos perder la perspectiva y de repente dejamos de ver las buenas cualidades de los demás, de manera que las palabras o actitudes hirientes escuecen aún más en la herida.
¿Por qué deberíamos hacer notar las cosas a la primera?
Cuando algo
nos molesta, normalmente lo mejor es hacerlo notar a la primera. A veces no
podemos expresarlo justo en ese momento, pero no conviene postergarlo
indefinidamente ya que es probable que la otra persona ni siquiera sea
consciente de que sus palabras o actitudes nos molestaron.
Cuando
hacemos notar lo que nos incomoda, no solo estamos haciendo valer nuestros
derechos sino que además, evitamos la rumiación posterior y la frustración que
esta genera. De esta forma logramos mantener una relación más auténtica, sin
acumular resentimientos. Solo debes asegurarte de expresar lo que sientes sin
acusar ni herir al otro.
Cuando
asumimos como un hábito expresar nuestras emociones de manera asertiva,
podremos hacerlo sin enojarnos, en el respeto a los demás y a nosotros mismos.
Sin duda, es una manera diferente de relacionarnos que vale la pena.
Fuente: Rincón de la Psicología.
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