Nuestra cultura es fundamentalmente prohibitiva. Partimos de la idea de que educarnos y cultivarnos consiste en aprender a evitar pensamientos, conductas y sentimientos indeseados. Aun sin comprender por qué, desde temprana edad se nos inculca que hacer lo que deseamos es señal de necedad o de inmadurez.
El pensamiento zen se orienta hacia una dirección muy diferente. Desde tiempos milenarios han comprendido que las prohibiciones, por sí solas suelen generar un efecto contrario. En otras palabras, esa represión termina alentando el deseo de hacer eso que se nos prohíbe, o eso que se nos marca como negativo en nombre de un “buen actuar”, basado en el autoritarismo.
“La represión desde afuera ha sido sostenida por la represión desde dentro. El individuo sin libertad, introyecta a sus dominadores y sus mandamientos dentro de su propio aparato mental. La lucha contra la libertad se reproduce a sí misma en la psique del hombre”.
-Herbert Marcuse-
Hacer y no hacer lo que deseamos
Los estudios antropológicos de Margaret Mead nos muestran diferentes tipos de sociedades, con valores y normas muy distintas. La famosa investigadora nos llama la atención sobre diferentes hechos. Entre ellos, el de que en las sociedades más machistas o más matriarcales hay un mayor porcentaje de homosexualidad. Desde el punto de vista occidental esto sería una contradicción. Desde el punto de vista zen es una consecuencia lógica del prohibicionismo.
Hablando de prohibicionismo, otro ejemplo de ello es el consumo de licor en los Estados Unidos. Durante mucho tiempo fue considerado ilegal y esto dio origen no solo a un consumo sostenido de alcohol, sino también a la existencia de mafias. A diferencia de lo que pensaban, cuando se legalizó el licor no aumentó el número de consumidores. De hecho, con el tiempo, hay más consumidores de “drogas prohibidas” que del propio alcohol.
Todos estos datos apunta a que la represión en sí misma no es un camino para gestionar esos deseos que podríamos llamar “inconvenientes”. El pensamiento zen, por el contrario, nos alienta a asumir esos pensamientos, sentimientos y deseos prohibidos, para comprenderlos. Piensan que esa es la mejor manera de eliminarlos. Algunos experimentos les dan la razón.
Un experimento con el deseo
El profesor Carey Morewedge, de la Universidad de Boston, llevó a cabo un estudio al respecto que resultó muy ilustrativo. Reunió a 200 personas que se declaraban amantes del chocolate. Estos voluntarios se dividieron en dos grupos. Al primer grupo se le pidió que se imaginaran a sí mismos comiendo 30 chocolates, uno por uno. Al segundo, se le solicitó que hiciera lo mismo, pero en lugar de fantasear con 30 chocolates, lo hicieran solamente con tres.
Los científicos dejaron frente a ambos grupos un tazón llenos de exquisitos chocolates. de todos los participantes. Se suponía que el grupo de los 30 chocolates iba a sentir un deseo mayor de comer chocolate, pues el pensamiento de hacerlo era más reiterativo. Tenían que pensarlo 30 veces. En cambio, el otro grupo solo tenía que pensarlo en tres ocasiones.
Occidente nos dice que al alimentar el pensamiento en torno a algo se alimenta el deseo de ese algo. Pues bien, el experimento comprobó todo lo contrario. Los que pensaron en los 30 chocolates no tomaron ninguno del tazón. En cambio los que pensaron solo en tres chocolates sí sintieron la necesidad de probar unos cuantos.
La represión del pensamiento
El director del experimento indicó que la principal conclusión era que cuando nos proponemos dejar de pensar en algo, ocurre lo contrario: pensamos más en ello. Si no queremos pensar en fantasmas, comenzaremos a ver fantasmas por todas partes. Así que la represión del pensamiento centra nuestra atención en ello.
Esto apunta a que si pensamos en hacer lo que deseamos a fondo, probablemente ese deseo va a perder su fuerza. Desarrollada la idea, lo cierto es que la podemos desarrollar a nuestro favor en momentos específicos. Querer “agredir a alguien” y “agredirle” es muy distinto. Así, según la lógica que hemos desarrollado, pensar en cómo agrediríamos a esa persona atenuaría el deseo de agredirla.
El cerebro falla -o acierta- ahí. No distingue lo real de lo imaginario. Es un “error” que nos puede ayudar en diferentes circunstancias. Cuando lo que deseamos hacer va en contra de nosotros mismos o de otros, nada mejor que hacer lo que deseamos con el pensamiento. Probablemente solo con esta sencilla acción mental el deseo perderá fuerza.
Edith Sánchez
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