viernes, 12 de julio de 2019

La maestría auténtica. Por Mónica Cavallé.


"El gurú verdadero nunca te humillará, no te alejará de ti mismo. Constantemente te remitirá a tu perfección inherente y te invitará a buscar dentro de ti. Él sabe que no necesitas nada, tampoco a él, y nunca se cansa de recordártelo. Pero el gurú autodesignado está más interesado en sí mismo que en sus discípulos."Nisargadatta. Yo soy eso

La figura del maestro-tutor ha fomentado la sumisión, el infantilismo y el culto a la personalidad. Desde el lenguaje de la psicología occidental cabría decir que, en la relación con el maestro-tutor, tiene lugar una transferencia y proyección en él de cualidades y arquetipos interiores del discípulo, lo que le otorga un poder desmedido y establece una relación de dependencia.

Ahora bien, ¿en qué consiste la maestría auténtica? ¿Cuáles son las características del genuino maestro, el que fomenta la mayoría de edad de sus discípulos?

Lo primero que procede aclarar es que ser "maestro" no es un rol que una persona asume y del que se reviste veinticuatro horas al día. Es una función que alguien o algo puede ejercer para otro (aun sin saberlo y pretenderlo) en un momento dado.

Las personas más maduras y despiertas, las que más probabilidades tienen de ejercer esa función, no se revisten de aquellos elementos (una biografía especial, un cierto linaje (1), etcétera) que pueden generar una distancia psicológica y un ascendiente sobre los demás sustentados en la sugestión; y ello con el fin de que la autoridad no se desvíe del único lugar en el que ha de radicar: en la fuerza intrínseca de lo que se transmite —lo único que puede ser objeto de nuestro discernimiento aquí y ahora—. Tampoco prometen experiencias especiales ("Tú serás especial"). 

Invitan con su actitud a la fidelidad incondicional a la verdad en el presente, lo que implica no alimentar señuelos relativos a la obtención de ciertas experiencias interiores o de resultados futuros (la "iluminación", un estado de supuesta perfección, etcétera). Se limitan a compartir lo que comprenden, así como los frutos de sus comprensiones, e invitan constantemente a quienes les escuchan a que se singularicen y se remitan a su propio criterio. No tienen la más mínima necesidad de reconocimiento, ni deseos ocultos de poder o de ascendiente moral. No son autoritarios. 


No piden sumisión, rendición u obediencia. No debilitan la confianza del otro en sí mismo apelando a que, cuando discrepa, se resiste a la verdad. No le dan a entender que está sumido en el ego, o en el pecado original, e incapacitado para alcanzar por si mismo y de forma independiente la verdad. No se impacientan por el ritmo de los procesos de los demás, porque no están apegados al resultado de lo que hacen o dicen. No ocultan sus defectos, sus dudas y su vulnerabilidad. Su integridad no es pretensión de perfección, pues carecen de la necesidad de representar el papel de seres humanos perfectos. No buscan discípulos ni los retienen. No dan pie a que crezcan a su sombra los aduladores. No juzgan negativamente el hecho de que alguien se aleje, ni positivamente el que se acerque. 

Y a quienes se acercan no les restan el más mínimo ápice de autonomía en ningún ámbito de su vida; al contrario, la refuerzan y alientan. Potencian la libertad de movimiento de los demás, porque ellos la tienen. Dejan que cada cual encuentre su propio camino y se alimente de sus propias respuestas, porque cada cual es el único maestro de sí mismo. Saben que, ante el misterio de la vida, todos somos siempre como niños y lo que fundamentalmente nos une es el no-saber.

A las personas así nunca se les atribuirán abusos de poder. Su aspecto es tan sencillo y poco afectado que no serán reconocibles por quienes buscan perchas en las que proyectar su narcisismo oculto. Estas figuras no satisfacen los anhelos de grandeza de quienes buscan personas "especiales" con el fin de ser ellos también especiales o de participar de algo "especial"; ni satisfacen a aquellos cuya sensibilidad no está lo suficientemente desarrollada para apreciar la belleza de la maestría cotidiana y anónima.

La verdadera autoridad no necesita disfraces ni avales, ni necesita señalarse a sí misma como tal. La reconocemos cuando abandonamos nuestros clichés mentales y referentes ideales y nos remitimos a nuestra propia autoridad, a nuestro discernimiento más íntimo y silencioso.

Hay una expresión budista muy bella, kalyanamittata, que significa amistad espiritual. Alude a la relación con un amigo o compañero inspirado y virtuoso (kalyanamitta). Es una expresión que describe con propiedad la naturaleza de la relación con aquellos que nos guían e inspiran en el camino interior. Los amigos espirituales se reconocen puntos fuertes, a la vez que debilidades mutuas. Asumen que hay jerarquías de conciencia y las respetan, pero ninguno de ellos está por encima de todo cuestionamiento. No hay entre ellos menores de edad buscando figuras maternales o paternales, ni adolescentes ante cuasi estrellas del rock, sino adultos desnudos, sin aditamentos que fomenten la sugestión, embarcados en una investigación abierta, que nunca tiene fin, guiada por el amor incondicional a la verdad, al bien y a la belleza.

En una civilización sana, el maestro de sabiduría sería reconocido como la cima de la sociedad por su capacidad para iluminar la vida humana y darle su verdadera medida; porque nos recuerda lo esencial, el genuino sentido de nuestra existencia. La maestría en el conocimiento de sí mismo es, sin duda, la más valiosa. Y la relación con quien posee esa maestría es igualmente la más valiosa y, en principio, la más sana, pues favorece como ninguna otra nuestra mayoría de edad. Pero, en ocasiones, dicha figura y dicha relación se desvirtúan y se convierten exactamente en lo contrario: en las formas por excelencia de tutelaje; en cómplices directos de nuestra minoría de edad.(Este es un extracto parcial, para leer el texto completo obtenga el libro: El Arte de Ser)

Notas:
En este caso, se incurre en la falacia de otorgarse autoridad en función del linaje al que uno se vincula. Que un maestro reconozca que otro tiene comprensión espiritual o capacidad para enseñar, es decir, que pase a formar parte de cierto linaje de maestros, no garantiza su impecabilidad; acudiendo al ejemplo del budismo: no garantiza que comparta, como con frecuencia se presupone, la comprensión del Buda.

Fuente: Mónica Cavallé, El Arte de Ser (Kairós 2017)

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