En una biografía, el
desarrollo de los septenios guarda estrecha relación con la transformación de
los cuerpos constitutivos del hombre. De esta manera, estas transformaciones
darán origen a las sucesivas etapas biográficas o septenios. Recordemos que la
Antroposofía es una cosmovisión del hombre, la cual nos permite conocer cada
uno de los cuerpos que lo conforman. Estos cuerpos son:
Ø Cuerpo físico, es lo que
visible y conocido.
Ø Cuerpo etérico o vital,
impregna el cuerpo físico y le da vida.
Ø Cuerpo astral o cuerpo de
sensaciones, que permite que el hombre sienta.
Ø Yo o individualidad, aquello
que nos hace inéditos y distintos a todos.
Sobre estos cuatro cuerpos se
desarrollan los septenios o la biografía humana.
Clasificación de los septenios
Básicamente, podemos hacer una
triestructuración:
*Septenios del cuerpo: Del
nacimiento hasta los 21 años
*Septenios del alma: Desde los
21 años hasta los 42 años
*Septenios del espíritu: Desde
los 42 años hasta los 63 años
Las posibles clasificaciones
de las distintas edades de la vida son muchas: en decenios, en septenios; la
diferencia radica que, en la Antroposofía, estos tiempos no están dados
arbitrariamente. El tiempo, que demoran los miembros esenciales en hacer su
metamorfosis, es lo que determina esta clasificación en septenios.
Aproximadamente, cada siete años se produce la transformación de cada uno de
los cuerpos que componen al hombre. Así como los chinos dicen: “Aprender,
luchar y ser sabio”; en Antroposofía, se habla de:
Ø maduración física,
Ø maduración anímica y
Ø maduración espiritual.
Esto quiere decir que se
emplean veintiún años en consolidar la estructura del cuerpo físico. Los
primeros tres septenios se llaman septenios del cuerpo, durante los cuales se
producen la mayor cantidad de cambios y dan la fisonomía correspondiente a esta
etapa. Desde la perspectiva de la organización del cuerpo, del crecimiento de
los órganos, hasta los veintiún años, podemos decir que:
Primer Septenio - Desde el nacimiento a 7 años - Cuerpo Físico
Septenios del Cuerpo - Segundo Septenio - Desde 7 años hasta 14 años -
Cuerpo Etérico
Tercer Septenio - Desde 14 años hasta 21 años - Cuerpo Astral
Alrededor de esta edad, el
cuerpo deja ya de crecer y comienza una transformación de lo que llamamos el
alma, el mundo interior. A los 21 años, se produce el nacimiento del Yo y el
cuerpo astral es donde se expresa el Yo. Un niño recién nacido no tiene
conciencia, tiene conciencia cósmica.
El Yo no está totalmente presente; a medida que el niño crece, el Yo se acerca cada vez más. El septenio central, que transcurre entre los 28 y los 35 años, es el período donde el Yo está más cerca de la organización física, período denominado alma racional. Aquí, el Yo se refleja con mayor fuerza en la personalidad. La persona privilegia el pensamiento y trae, también, el reflejo de la individualidad; puede ser el momento de mayor orgullo, de máxima ambición y soberbia. En el septenio de la maduración física, desde el nacimiento a los 21 años, el individuo conoce o empieza a conocer la vida; en el septenio de la maduración anímica, de 21 a 42 años, el individuo acepta la vida y, en el tercer ciclo, el septenio de la maduración espiritual, de 42 a 63 años, recapitula sobre lo vivido. Teóricamente, esto es lo que va sucediendo, cuando no hay alteraciones en los procesos.
El Yo no está totalmente presente; a medida que el niño crece, el Yo se acerca cada vez más. El septenio central, que transcurre entre los 28 y los 35 años, es el período donde el Yo está más cerca de la organización física, período denominado alma racional. Aquí, el Yo se refleja con mayor fuerza en la personalidad. La persona privilegia el pensamiento y trae, también, el reflejo de la individualidad; puede ser el momento de mayor orgullo, de máxima ambición y soberbia. En el septenio de la maduración física, desde el nacimiento a los 21 años, el individuo conoce o empieza a conocer la vida; en el septenio de la maduración anímica, de 21 a 42 años, el individuo acepta la vida y, en el tercer ciclo, el septenio de la maduración espiritual, de 42 a 63 años, recapitula sobre lo vivido. Teóricamente, esto es lo que va sucediendo, cuando no hay alteraciones en los procesos.
Septenios del Cuerpo.
Primer septenio, desde el nacimiento hasta los 7 años.
Cuando es concebido, el hombre
como embrión, aún no está organizado, no está constituido por los cuatro
cuerpos. En el seno materno, ya es físicamente visible; esto es posible gracias
a la ecografía. La madre aporta vitalidad y, a medida que se alimenta, forma
sustancia viviente. Esto es un milagro, nadie puede hacerlo como quiere y, así,
decimos que la vida no es nuestra sino que recibimos vida. Tanto el embrión
como el niño recién nacido no tienen conciencia; el recién nacido no sabe quién
es. En el nacimiento, el hombre no sólo es muy parecido a un animalito sino que
es mucho más débil que cualquiera de los animales de la creación.
Los estudios nos muestran que,
desde el momento del nacimiento hasta la manifestación del Yo, el hombre podría
funcionar como un animal porque posee sólo tres cuerpos: cuerpo físico, cuerpo
etérico y cuerpo astral. Físicamente, el Yo demora más o menos un año en
manifestarse. El hombre sostiene su cabeza a los tres meses; se sienta, a los
seis meses; se pone de pie, a los nueve meses y camina, a los doce meses; ésta
es la influencia del Yo. Poder caminar significa que la columna vertebral del
hombre se yergue como consecuencia de la acción del Yo. Merced a su propio Yo,
el hombre puede erguirse y comenzar el trabajo de sostenerse. Como hemos visto,
los cuerpos constitutivos del ser humano no están totalmente formados ni están
todos presentes en el momento del nacimiento.
Así, describimos la vida de siete
en siete años, ya que éste es el tiempo que necesitan los cuerpos para madurar.
Por lo tanto, cada siete años se producen crisis que generan cambios
importantes. Nuestro primer planteo es determinar qué pasó en los tres primeros
septenios y cómo ellos se reflejarán en el resto de nuestras vidas.
Las experiencias por las que
atraviesa un ser humano en las primeras etapas de su vida se reflejarán en los
últimos años de la misma. Lo importante de este planteamiento es descubrir los
procesos de enfermedad o las situaciones problemáticas que surgen, determinar
cuáles son sus raíces y tratar de analizar estas cuestiones desde otros puntos
de vista, más allá de un enfoque estrictamente psicológico.
Después de nueve meses de
embarazo, el niño no está totalmente formado; son necesarios, aproximadamente,
treinta y tres meses para hablar de una evolución mínima completa. En ese
tiempo culmina la formación del sistema nervioso. Todo lo que es normal para un
niño antes de los dos años resulta patológico en el adulto: sus reflejos, la
circulación sanguínea; todo esto necesita una transformación. En los primeros
siete años, el niño conforma y consolida su cuerpo físico; a partir de ahora,
su cuerpo físico está completo. Éste es, además, el septenio durante el cual
aparecen las enfermedades infantiles. El niño, al nacer, trae el cuerpo vital
de la madre, al cual quemará con las altas temperaturas de las enfermedades
infantiles. La fiebre que se manifiesta, en estos primeros años de vida, no
tiene nada que ver con la fiebre que se desarrolla en los otros períodos de la
vida. Las enfermedades infantiles tienen el propósito de que el niño desarrolle
su propio cuerpo vital, a partir de los siete años, abandonando el cuerpo vital
donado por su madre. Esto es el principio de su proceso de individualización.
Por lo tanto, es importante no interrumpir estas enfermedades cuando
aparecen.
Entonces, a los siete años se
produce una transformación muy importante: el niño ha completado la formación
de sus órganos; la formación de su cuerpo. A partir de ahora, las fuerzas que
estaban dedicadas al crecimiento se liberan, transformándose en fuerzas del
pensamiento; es decir, las fuerzas vitales que ayudaron al crecimiento formarán
la conciencia del niño y, desde este momento, podrá pensar. Por esta razón, es
muy importante no interrumpir la evolución física del niño aplicando estas
fuerzas del crecimiento al pensar.
Segundo septenio, desde los 7 a los 14 años.
Desde los siete a los catorce
años, se desarrolla el septenio del cuerpo vital. Este nuevo nacimiento,
invisible para nosotros, está señalado por dos hechos fundamentales:
Ø se completa el proceso de
cambio de dientes.
Ø el sistema nervioso ya está
conformado.
A partir de los siete años, el
niño está más despierto al mundo, ya ha desarrollado su capacidad de
aprendizaje y, así, podrá iniciar su vida escolar. Esto es posible porque las
fuerzas formadoras del cuerpo vital o cuerpo etérico se liberan de la tarea de
configurar órganos y sistemas, correspondientes al cuerpo físico, y se
transforman en fuerzas de pensamiento. El cuerpo vital es la base del
temperamento, razón por la cual el segundo septenio se caracteriza, también,
por la manifestación de los temperamentos. Son cuatro los temperamentos, a
saber:
Ø temperamento melancólico,
con preponderancia del cuerpo físico, se expresa en el predominio de los
órganos de los sentidos, tendiendo a los sabores ácidos.
Ø temperamento flemático, con
preponderancia del cuerpo etérico, se expresa en el predominio del sistema
glandular, tendiendo a los sabores salados.
Ø temperamento sanguíneo, con
preponderancia del cuerpo astral, se expresa en el predominio del sistema
nervioso, tendiendo a los sabores dulces.
Ø temperamento colérico, con
preponderancia del Yo, se expresa en el predominio del sistema sanguíneo,
tendiendo a los sabores amargos.
El temperamento es una
cuestión de destino; es decir, el hombre, a lo largo de su biografía, deberá
trabajar su temperamento. Cada ser humano tiene, en su interior, los cuatro
temperamentos, predominando, en él, uno de ellos. En el suceder de la vida y
con el trabajo del Yo, debiera lograrse la armonía de los cuatro
temperamentos.
Durante el desarrollo de este
septenio, el niño tiene la posibilidad de adquirir hábitos, no sólo los hábitos
de comer, dormir, sino también hábitos de conducta, como: no criticar, respetar
a los otros, saber perdonar. Por lo tanto, la labor de los educadores, no sólo
la de los maestros sino también la de los padres, adquiere fundamental
importancia.
Tercer septenio, desde los 14 a los 21 años.
A los catorce años ha
terminado la escolaridad primaria y se prepara para ingresar en uno de los
septenios más dramáticos que tendrá que vivir: el tercer septenio, que
transcurre entre los catorce y los veintiún años. A partir de los catorce años,
aparecen las formas corporales características y determinantes de ambos sexos:
la menstruación, en las niñas; la aparición del vello; el cambio de voz, en los
varones. Algunos hablan de bisexualidad otros de asexualidad; se diría que los
sexos se confunden, estableciéndose amistades muy profundas e íntimas entres
seres del mismo sexo. Es una etapa durante la cual no hay una clara
discriminación sexual. En el embrión, hasta los dos meses de gestación, están
los esbozos genitales del hombre y de la mujer; luego, uno de los sexos se
atrofia, desarrollándose el restante. Por lo tanto, venimos de un mundo
espiritual en el cual no hay diferenciación sexual. Lo sexual aparece después,
en el plano físico. Las fuerzas espirituales son las que promueven el
funcionamiento glandular con la secreción hormonal, determinando que ese ser,
que ha encarnado, sea hombre o mujer. Por consiguiente, un ser humano, por el
hecho de ser mujer, segregará hormonas femeninas y su condición femenina guarda
una estrecha relación con las experiencias a desarrollar en su vida terrenal.
El código genético es el resultado del plan que se trae del mundo espiritual,
tiene relación con el Yo, con la individualidad, y no con el cuerpo físico. Es
el resultado del destino del ser.
Durante este septenio tan
difícil, se desarrolla el cuerpo astral o cuerpo de sensaciones; es decir, el
ser humano comienza a tener nuevos sentimientos y sensaciones. Básicamente,
comienza el aprendizaje para quererse o para distinguirse a sí mismo. El joven
se encuentra inmerso en un mar de sensaciones y, así, frente al mundo, actuará
según su gusto o disgusto; es decir, aparecen las polaridades. El joven de esta
edad vive el deseo. A partir de los veintiún años, esta situación se modifica
porque nos acercamos al nacimiento del Yo.
Septenios del Alma
Desde los 21 hasta los 42 años
A partir de los veintiún años,
nos acercamos al nacimiento del Yo. Todo este proceso conduce a separar al
joven de la madre. A través de las distintas etapas de la vida del niño, la
madre lo siente de diferente manera. La madre percibe al niño y ese estar
percibiéndolo es una conexión vital. A los siete años, cuando nace el cuerpo
vital del niño, la madre va desconectándose un poco del niño, proceso necesario
para su desarrollo y crecimiento. A los catorce años, surge el cuerpo anímico
del niño y, a partir de este momento, la madre percibe a su hijo de una manera
diferente; hasta puede dudar de si ese ser es verdaderamente su hijo. Esta
sensación se acrecienta al llegar a los veintiún años, cuando la madre puede
sentir que desconoce totalmente al joven que tiene a su lado. Cuando la madre
dice conocer mucho a su hijo; en realidad, sólo conoce al embrión de ese ser,
conoce los pasos previos necesarios para que ese ser llegue a ser la
individualidad que ahora es con sus veintiún años. A partir de este momento,
podremos observar quién es en verdad la persona que comienza a manifestarse, un
personaje que la madre aún no conoce. Los padres, como constituyentes del medio
que rodea al niño, influyen pero no pueden conocer los impulsos que recién
aparecen a los veintiún años. Esto es lo nuevo para cada uno de ellos.
Alrededor de los veintiún
años, muchos jóvenes sufren crisis violentas relativas a su propia identidad.
Muchos jóvenes sienten que deben liberarse de las imágenes fuertes de su padre
o su madre, para lo cual abandonan la casa paterna. En este septenio, la mayoría
de las personas inicia su carrera profesional, iniciando una etapa de
experimentación, una etapa en la cual se adquieren experiencias de vida. Es una
etapa de gran creatividad, de una gran satisfacción por vivir y probar todo
aquello que fue aprendido, especialmente, en la fase anterior. El joven está
“abierto” hacia su entorno, sus capacidades todavía son ilimitadas y, por lo
tanto, todo es posible para él. El desafío que debe enfrentar el joven, en esta
etapa de su vida, es tratar de alcanzar el equilibrio interno, su seguridad
interna, independientemente del medio que lo rodea.
Estos son los tres septenios
centrales de la Biografía Humana, aquellos que corresponden a la conformación
del alma. Pueden ser descritos como los septenios de la vida anímica ya que,
desde los veintiún años, el Yo se hace presente plenamente en la vida de
nuestras sensaciones. El alma es nuestro mundo interno al cual sólo nosotros
tenemos acceso. Existen tres niveles en la conformación del alma que llamaremos
Alma sensible, se desarrolla entre los veintiún y los veintiocho años;
Alma racional, se desarrolla entre los veintiocho y los treinta y cinco
años;
Alma consciente, se desarrolla entre los treinta y cinco y los cuarenta
y dos años.
Durante el septenio del alma
sensible el ser humano comenzará a controlar su vida anímica; es el momento del
autodominio. Aquellos juicios impregnados de simpatía o antipatía son tomados
con mayor seguridad. El Yo aún no se constituyó en el centro del alma, pero el
individuo quiere saber cómo son realmente las cosas, quiere aprender a conocer
la vida y el mundo. Busca con empeño una posición en la vida, afirmarse en su
trabajo o en su profesión, compartir sus días con alguien y, también, formar
una familia. El joven percibe en sí una gran creatividad y satisfacción de
vivir.
El septenio del alma racional
es el centro de la biografía y durante el cual el pensar actúa de manera más
intensa. Lentamente, el Yo se emancipa del alma, ha disminuido la violencia de
los deseos y de los impulsos. Por lo general, el individuo se torna escéptico y
le es muy difícil acceder a un pensar que no sea científico – racional.
Modifica su relación con los otros, ya que terminada la juventud la vida se
torna más seria.
Durante el septenio del alma
consciente se desarrolla la autoconfianza, lo cual demanda un trabajo de la
voluntad. Con este septenio culmina el proceso de maduración del alma humana. A
partir de este momento, el individuo siente la exigencia de ser él mismo; no es
ya el simple hecho de hacer y lograr lo correcto sino de hacer y lograr aquello
que tenga valor. En el plano físico suele producirse una disminución de la
vitalidad y de la capacidad de trabajo; inconvenientes que pueden superarse con
el aumento de la autoexigencia, lo cual tendrá un costo en el futuro. Es una
etapa en la cual aparece frecuentemente la sensación de vacío; vacío que
predispone al encuentro consigo mismo. Es un período de aceptación de sí mismo
y de los otros, constituyendo un verdadero ejercicio para lograr la
autoconfianza.
Septenios del Espíritu.
De los 42 a los 63 años.
Existen cinco cualidades que
se manifiestan en una evolución sana de un proceso biográfico de madurez,
ancianidad y muerte.
Estas son: unicidad, desapego,
amor al prójimo, agradecimiento y perdón. La sensación de unicidad ocupa el
centro del alma del hombre y de allí se desprenden las otras cuatro
características.
La idea de que la unicidad
ocupa el centro del alma ha surgido al observar que, cuando la persona llega a
experimentarla, las otras cualidades pueden ser alcanzadas sin dificultad.
Ocupar el centro significa que la persona se siente ubicada allí reiteradamente
y hace de esto un aspecto central de su vida. Al hablar de la sensación de
unicidad nos referimos a esa especial sensación de unidad con el Todo.
Pero, ¿qué es el Todo? En
realidad, no hay conceptos que puedan definirlo, ya que en el caso de lograrlo,
lo definido dejaría de serlo; simplemente, el Todo Es. Las personas, que han
hecho abandono de su cuerpo físico en una situación de extremo riesgo, como un
accidente o una operación quirúrgica, describen la sensación de unicidad como
la sensación de no poseer un cuerpo y, a la vez, de sentirse parte del
Universo. El cuerpo es el Cosmos mismo y la sensación de unicidad se manifiesta
con la esencia de las cosas y no con las cosas en sí. Las cosas del mundo
físico se vivencian como una consolidación material de aquella esencia. Sin
embargo, no es una fusión cósmica con pérdida de conciencia; siempre existe la
conciencia de sí mismo participando y gozando de esta experiencia inédita.
Cuando la experiencia cesa y se retorna al cuerpo, por lo general, se duda de
lo vivido, ya que el imperio de los sentidos y nuestro condicionamiento
cultural no dejan resquicios para experiencias suprasensibles. Pero lo más
valioso de estas experiencias es el cambio de vida de quienes las han vivido y
su necesidad de conocimiento acerca de los mundos espirituales.
Existe otra forma de acercarse
a esta sensación de unicidad y es la que verdaderamente interesa en todo
proceso biográfico. No se manifiesta bruscamente y no posee ni la fuerza ni la
intensidad de las experiencias relatadas por las personas que atravesaron por
dichas situaciones de extremo riesgo. Es un proceso que se instala lentamente,
a partir de la cuarta década de la vida, debiendo ser cultivado cuidadosamente.
En este caso, si la persona abre sus sentidos a esta nueva sensación de
unicidad, decidiéndose a profundizarla conscientemente, se habrá iniciado el verdadero
camino del principiante que aspira a la fraternidad y unidad en el camino
espiritual.
Para este proceso son de gran
ayuda la meditación diaria y la observación constante de sí mismo.
De esta manera, es posible
romper con la esclavitud de la conciencia de vigilia y apreciar la causalidad.
Al tomar conciencia de esta causalidad, que obra en nuestra existencia, nos
preparamos para abordar el concepto de karma.
Sólo así, la vida adquiere
sentido como escuela y cada tropiezo será bienvenido por el mensaje que
encierra.
Todo hecho deberá relacionarse
con la causalidad y el orden universal y, así, la persona logrará instalarse,
poco a poco, en la sensación de unicidad emergente.
Más aún, todo conocimiento
adquirido debe apuntar a la unión con el Todo y aquel conocimiento antiguo
deberá ser reformulado en relación con la Totalidad.
Cuando este estado de unicidad
ocupa el centro del alma se percibe una agradable sensación de paz y un
germinar de sentimientos serenos de amor y fraternidad universal. Estas
sensaciones de unidad y de paz interior suelen despertar el desapego.
¿Qué es el desapego? Es un
cambio de valores. Es la transformación de valores materiales en valores
espirituales. Es un valor que está en el centro, equidistando entre la posesión
y la indiferencia.
El verdadero despego produce
una sensación de paz y esta misma sensación lo incentiva. La actitud de
desapego estimula en la persona la alegría de descubrir que necesita cada vez
menos para estar cada vez mejor.
Desapegarse no significa no
tener, significa no depender de lo que se tiene.
Los valores materiales
susceptibles de ser trabajados internamente como actitud de desapego abarcan
todos los objetos físicos que nos rodean, desde los más insignificantes hasta
los más grandes. Mucho más difíciles de ser abandonados son los valores
anímicos, porque son más sutiles y están menos expuestos al campo iluminado de
nuestra conciencia; por ejemplo, los roles que ejercemos diariamente, el
prestigio alcanzado o el manejo del poder.
Las razones espirituales del
desapego son casi obvias: la conciencia superior sabe de lo efímero de la
existencia física; basta elevarse a otro nivel de conciencia para que el desapego
del mundo físico se constituya en un hecho lógico y necesario.
Desde el punto de vista de la
conciencia de vigilia u objetiva, hay un solo acontecimiento en la vida que no
resiste la menor objeción por parte de la razón, esto es la muerte del cuerpo
físico. Es muy comprensible, entonces, que a partir de la segunda mitad de la
vida esta tremenda verdad humana cobre fuerza inconscientemente en el alma.
Todo desapego del mundo de los sentidos, antes de enfrentar la muerte
física, facilitará enormemente el tránsito hacia el otro plano de conciencia y
permitirá, en futuras encarnaciones, disfrutar serenamente del proceso tan
temido.
La sensación de unicidad y la
actitud de desapego confluyen en un sentimiento muy elevado: el amor al
prójimo.
El amor al prójimo se cultiva
y crece. Es un largo camino que parte del egoísmo para llegar al altruismo, al
otro. Desde un punto de vista es un proceso que, por un lado, recibe aportes de
la unicidad y del desapego y, por otro lado, del agradecimiento y del perdón.
Es una sensación que se instala en nuestro Ser y se manifiesta como
sensibilidad ante la necesidad ajena. Cuando esta sensibilidad se expande en el
alma, se expresa en el mundo como acto de generosidad. La sensación de amor al
prójimo siempre despierta un sentimiento de sana alegría, un verdadero bálsamo
anímico-espiritual.
¿Y qué podemos decir del
agradecimiento y del perdón? El agradecimiento es una sensación muy poco
cultivada en el alma humana. El agradecimiento nace de los hechos más
insignificantes, como respirar, caminar conscientemente, oír el canto de un
pájaro, presenciar una puesta de sol, recostarse sobre el tronco de un árbol o
acariciar a un animalito. Todo esto despierta un sentimiento de amor y
fraternidad universal que incentiva el amor al prójimo, pudiendo trascenderse
lo humano para llegar a lo divino.
El perdón provoca una
sensación de benevolencia. Si analizamos el vocablo en detalle nos encontramos
que la palabra perdón se compone de una preposición inseparable: per, que
refuerza su significado y de un verbo que tiene una profunda significación en
sí mismo como acción de desprendimiento y entrega, donar. Sin embargo, en el
mismo vocablo permanece en silencio otro significado el de don. El sentido de
la donación es el de la dádiva u ofrenda, como así también es una cualidad del
ser humano.
Por lo tanto, el perdón es una
verdadera cualidad del hombre que le permite desprenderse tanto de objetos
materiales como del orgullo personal; desapego, para ofrecer una dádiva; amor
al prójimo, que estimula en el espíritu la sensación de agradecimiento que lo
une con el Todo, unicidad.
Aquí hablamos del perdón como
una actitud del alma en relación con el mundo; una actitud libre que, en cada
momento, podemos elegir asumir o rechazar.
La actitud interior de
perdonar encierra un doble aspecto: anímico y espiritual. En el aspecto anímico
produce un alivio y una liberación, es un desprenderse de algo que a su vez nos
mantenía atrapados y esclavizados.
Nos desprendemos de
sentimientos tales como odio, humillación, dolor.
En el aspecto espiritual, el trabajo consciente del perdón nos abre las
puertas del aprendizaje, nos torna flexibles y compresivos con respecto a la
naturaleza humana.
Es un excelente instrumento
para cincelar aspectos oscuros del alma y nos abre el camino a la indulgencia y
la compasión. La compasión se apoya en la humildad y es el profundo sentimiento
de amor hacia el semejante, sin guardar relación con el sentimiento de lástima.
Saber que el otro es nuestro
espejo, que los mismos errores que hoy criticamos fueron nuestras
equivocaciones ayer, que en nuestro corazón y en el de nuestros semejantes
brilla la misma luz, es suficiente para que se agigante el sentimiento de
unicidad y amor al prójimo.
Por estos motivos, los tres
septenios de Espíritu constituyen, en cada encarnación, la oportunidad de que
el Yo evolucione un poco más para acercarse a sus verdaderas metas
espirituales.
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