Nos hemos equivocado en asumir como axioma que alguien inteligente es aquel que está facultado para procesar cada vez más cantidad de información. La auténtica inteligencia debería plantearse como el mecanismo interior que permite procesar y organizar información de manera consciente. ¿De qué sirve acceder a tantos mundos virtuales si con ellos nos aislamos y creamos intrascendentes realidades personales? Ser inteligente implica otorgar un orden a la información recibida y estratificarla en actividades específicas. Ser inteligente debería implicar síntesis personal, capacidad de análisis e integración del mundo externo e interno.
Es triste un ser humano alejado del entorno pero atesorando un mundo de información que se mide en gigas o terabytes. El encierro que induce el impacto de más información de la que se es capaz de procesar impide la clara opción de aprehender el mundo externo en su real valía, esto es, la imposibilidad de contemplar y embeberse de la fuerza misma de un paisaje, una montaña o un amanecer.
Y qué decir de la maravillosa contemplación del silencio, ese mundo en donde la información, aún estando, se advierte sin conflicto. Ese silencio interior no es la negación del mundo interno o externo, no; el silencio interior es aquello que arroba por la inmensidad de lo percibido, pues en él no hay vacío, al contrario, allí los mundos se interceptan flotando en la maravilla de la Conciencia No-diferenciada.
La atención constante, así sea dirigida a la mínima y simple tarea que a diario desarrollamos, es la vía de acceso a los insuperables mundos de la percepción clara, de la satisfacción personal y de todo aquello que tiene que ver con el enaltecimiento que implica estar vivo y dotado de inteligencia.
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