Las
cosas maravillosas que aprendemos son obra de muchas generaciones, que se
depositan en nuestras manos para que las recibamos, honremos, aumentemos y
podamos transmitir fielmente a nuestros hijos o discípulos.
Einstein decía de sí mismo que no era más que una de
las manos serviciales que se esfuerzan con su trabajo para que la estatua del
Conocimiento no quede oculta por la arena del desierto.
Como científico y buscador de la verdad, llegó a
reconocer que la razón no alcanza a explicar todo el orden que la vida hasta en
sus más mínimos detalles delata. Reconoció los límites que nuestra mente tiene
para comprender ese misterio, pero no tiene reparo en confesar la inmensa
admiración que le produce la contemplación de la Naturaleza.
Einstein reconoce que solo hay unas cuantas personas
ilustradas con una mente lúcida y un buen estilo en cada siglo. Y por eso, lo
que queda de su obra es uno de los tesoros más preciados de la humanidad, que a
través de la educación en las enseñanzas debemos poder transmitir de generación
en generación. Sobre todo, el tesoro de la tradición.
Estaba convencido de que no había riqueza en el mundo
que pudiera ayudar a la humanidad a progresar. Que únicamente el ejemplo de
algunos individuos podría impulsarnos realmente, porque el dinero sólo apela al
egoísmo e invita irresistiblemente al abuso.
La solidaridad, la fraternidad, la responsabilidad
eran sentimientos en él tan naturales como respirar: “Uno existe para otras
personas, a cuyos destinos estamos ligados por lazos de afinidad. Me recuerdo a
mí mismo cien veces al día que mi vida interior y exterior se apoya en los
trabajos de otros hombres, vivos o muertos, y que debo esforzarme para dar en
la misma medida en que he recibido y aún sigo recibiendo”.
Nos dice: “Todos tenemos ciertos ideales que
determinan la dirección de nuestros esfuerzos y nuestros juicios. Nunca he
perseguido la comodidad y la felicidad como fines en sí mismos; llamo a este
planteamiento ético el ideal de la pocilga. Los ideales que han iluminado mi
camino y me han proporcionado una y otra vez nuevo valor para afrontar la vida
alegremente, han sido Belleza, Bondad y Verdad. Sin ellos la vida me habría
parecido vacía. Los objetivos triviales de los esfuerzos humanos (posesiones,
éxito público, lujo) me han parecido despreciables”.
El sentimiento religioso cósmico, como él le llama,
que siente ante la observación de la vida, es la emoción fundamental del arte y
la ciencia. “La experiencia más hermosa que tenemos a nuestro alcance es el
misterio. El que no conozca y no pueda ya admirarse, y no pueda ya asombrarse
ni maravillarse, está como muerto y tiene los ojos nublados. La certeza de que
existe algo que no podemos alcanzar, nuestra percepción de la razón más
profunda y la belleza más deslumbradora, a la que nuestras mentes solo pueden
acceder en sus formas más toscas… Son esa certeza y esa emoción las que
constituyen la auténtica religiosidad. En este sentido, y solo en este, es que
soy un hombre profundamente religioso”.
Considera que es justo que los más estimados sean
aquellos que más han contribuido a elevar el género humano y la vida humana,
pues el mejor servicio que uno puede prestar al prójimo es el de proporcionarle
un trabajo que le estimule positivamente y eleve así de modo indirecto. Los
deseos de comprender, el trabajo intelectual, creador o receptivo, son los que
elevan al hombre. El valor de un hombre para su comunidad depende, en
principio, de la medida en que dirija sus sentimientos, pensamientos y acciones
a promover el bien de sus semejantes.
Se da cuenta de que la primacía de los tontos es
insuperable y está garantizada para siempre (esperemos que no). Y que para ser
miembro irreprochable de un rebaño de ovejas, uno debe ser, por encima de todo,
una oveja. Por eso él se consideraba un viajero solitario. De ahí su lejanía y
distancia, y al mismo tiempo su gran solidaridad y deseo de proporcionar lo
mejor de sí a la Humanidad.
Está seguro de que sin una cultura ética no hay
salvación para la Humanidad. Esta conducta ética debería basarse en la
compasión, la educación y los lazos y necesidades sociales, así como en la
fuerza interior del hombre. Einstein concibe el sentimiento religioso como la
fuerza que le mantiene (al hombre) fiel a sus objetivos superiores, a pesar de
los fracasos. La devoción infatigable es lo único que permite al hombre
alcanzar sus triunfos mayores. Este sentimiento sublime le lleva a expresar:
“La alegría de mirar y comprender es el don más hermoso de la Naturaleza. El
individuo siente la inutilidad de los deseos y los objetivos humanos ante el
orden sublime maravilloso que revela la Naturaleza y el mundo de las ideas”. La
experiencia individual le parece una cárcel y desea experimentar el universo
como un todo único y significativo.
Nos insta a no olvidar que las cosas maravillosas que
aprendemos son obra de muchas generaciones, que se depositan en nuestras manos
para que las recibamos, honremos, aumentemos y podamos trasmitir fielmente a
nuestros hijos o discípulos.
Como él nos dijo, que nuestras manos formen parte de
todas esas manos serviciales, de esa cadena de servidores que atraviesa la
Historia, manteniendo encendida la luz de la sabiduría.
Gracias a hombres como Einstein, la humanidad camina y
caminará siempre adelante, un poco más cerca de ese misterio que nos asombra,
nos impulsa y nos atrae hacia su centro.
Fuente: Filosofía para la Vida
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