Esta afirmación, así de entrada, puede resultar un poco de perogrullo, pero en realidad tiene mucha más importancia de la que en un principio solemos atribuirle.Existe, al menos, una parte de nuestros pensamientos que tienen un origen que desconocemos. Si nos paramos a tomar en serio esta idea, deberemos admitir, si entendemos que nuestra manera de pensar define nuestro comportamiento, que tampoco comprendemos gran parte de las conductas que llevamos a cabo de manera cotidiana.
O, dicho de otra manera, en el fondo no acabamos de saber quiénes somos. O, cuanto menos, no sabemos cómo somos.
De hecho, Freud llegaba a afirmar rotundamente que, en realidad, lo habitual era que no ejerciéramos control voluntario respecto a nuestros pensamientos (y, por lo tanto, sobre nuestra toma de decisiones y nuestro comportamiento en general) ya que estos dependen fundamentalmente de nuestro inconsciente.
El caso es que habitualmente no solemos otorgarle al inconsciente la importancia en nuestra conducta que verdaderamente tiene.
En cierto modo, creemos que nuestro inconsciente no nos puede afectar de una forma significativa en nuestra vida, puesto que estamos convencidos de que nuestra parte “consciente” lo tiene todo bajo control.
En definitiva, nos creemos mucho más “conscientes” de lo que en verdad somos. Cuando, lo cierto es que, muchas veces nuestro “consciente” funciona como el último atributo del complejo engranaje de nuestro “inconsciente”, es decir, nos sirve a modo de justificación racional para revestir de sentido a un sistema de pensamiento del que, en el fondo, desconocemos las causas.
Según la teoría psicoanalítica clásica, a grosso modo, el inconsciente alberga nuestros deseos y anhelos reprimidos y todos aquellos sentimientos que, por el motivo que fuera (familiar, social, etc.) hemos ido rechazando en nosotros mismos, así como también los diferentes traumas que hemos vivido a lo largo del tiempo… Sin darnos cuenta.
En cualquier caso, el hecho de que no seamos conscientes del impacto de todas estas experiencias pasadas, no quiere decir en modo alguno que no permanezcan ancladas en nuestro interior e intenten manifestarse de algún modo en el presente.
Ahora bien, normalmente ocurre que cuando nuestras emociones reprimidas intentan aflorar en nosotros de alguna manera, nuestra mente a su vez realiza un esfuerzo para bloquearlas de nuevo a modo de protección, originando así un bucle repetitivo donde nuestro inconsciente cada vez se hace más fuerte y, por lo tanto, nuestro esfuerzo en la aplicación de un “mecanismo de defensa” también es cada vez mayor, dando lugar en ocasiones a serios problemas para el individuo que, incluso, pueden llegar a convertirse en verdaderas patologías.
Es como si estuviéramos sumergidos en las aguas de un río y de pronto nos viéramos arrastrados por la corriente hacia una dirección determinada y, en ese instante, decidiéramos nadar en sentido contrario: cuanto más me esforzara en ello, más notaría la intensidad de la corriente que me empuja.
Quizás llegaría un momento en el que el agua se volviera calma y pudiera descansar, pero al haberme adentrado más en las profundidades del río, la próxima vez la fuerza del agua será aún más fuerte y mis esfuerzos para nadar a contracorriente también aumentarán.
En cualquier caso, creo muy importante resaltar el hecho de que los seres humanos percibimos y procesamos nuestra realidad según nuestro propio sistema mental de pensamiento.
De este modo, si albergamos en nuestro ser cualquier tipo de emoción reprimida (como por ejemplo el miedo, la culpa, la vergüenza, la rabia o el orgullo), será inevitable que nuestra perspectiva sobre las cosas que nos acontecen se vea directamente condicionada por cualquiera que sea esta emoción, a pesar de que no seamos capaces de darnos cuenta.
Es por ello que nos es imposible captar la realidad tal cual es, sino solamente la interpretación subjetiva que nosotros hacemos de ésta. Esto, a su vez, retroalimenta nuestro habitual sistema de pensamiento.
De este modo, si yo dispongo de una actitud inconsciente de miedo, captaré (sin darme cuenta) los sucesos de la realidad desde este punto de vista, cosa que me llevará indefectiblemente a comportarme y a relacionarme con las situaciones que se me presenten desde el temor y que, en último término, servirán para acrecentar la carga de esta emoción en mí.
Todo esto, repito, creyendo que lo hago desde un punto de vista objetivo y racional y sin que sea consciente de mi propio miedo interior que me impulsa a pensar y a comportarme de esta manera.
Hay una cita del propio Freud que creo que resume muy bien todo esto: “Las emociones inexpresadas nunca mueren. Son enterradas vivas y salen más tarde de las peores formas.”
Así pues, vemos que la carga emocional no resuelta de nuestro pasado particular, condiciona enormemente la interpretación que hacemos de los sucesos del presente y puede proyectarnos hacia una perspectiva de futuro (basada en elucubraciones y conjeturas mentales) bastante sombría o desoladora.
Esto es lo que a veces deriva en forma de obsesiones, fobias o “pensamientos irracionales”.Los sueños en el psicoanálisis guardan bastante paralelismo con este fenómeno. A veces nuestros sueños y nuestras proyecciones mentales son las manifestaciones simbólicas de nuestro inconsciente.
A modo de ejemplo, pudiera ser que si una persona contuviera en sí misma una carga importante de rabia inconsciente no resuelta por un suceso determinado del pasado, tuviera frecuentemente sueños simbólicos que le hicieran sentir esa misma rabia o se imaginara de forma compulsiva hipotéticas situaciones futuras que le hicieran comportarse sin remedio desde la rabia en el presente.
Como vemos, paradójicamente, cuanto más “rechazamos” una emoción determinada en nuestro interior, lejos de alcanzar nuestro propósito, resulta que más la percibimos en nosotros mismos, aunque no nos demos cuenta.
De esta manera, comprenderemos que es fundamental que seamos capaces de gestionar bien nuestras propias emociones. Integrarlas en nosotros mismos. De hecho, creo que es primordial darnos el permiso y el tiempo suficiente para sentir lo que quiera que sea que sintamos. Sin juzgarnos “malos” o “buenos” por eso. Ya que, simplemente, lo que fuera que sentimos, lo sentimos así. Y rechazarlo no sirve de nada. Más bien nos entorpece enormemente en nuestro camino.
De alguna manera, es como si aquellas emociones que no nos diéramos permiso de experimentar, se quedaran enquistadas de manera invisible en nosotros mismos, acompañándonos en todo momento y esperando cualquier oportunidad para exteriorizarse de alguna manera. Y todo este proceso, sin tener en consideración el agotamiento mental que puede significar, por otro lado, el esfuerzo en intentar reprimirlas constantemente y no lograr el éxito.
Y quizás hemos de valorar la posibilidad de que aceptando y permitiendo que se expresen nuestras emociones, resulte la única manera de escapar de este bucle de angustia y sufrimiento.
Así pues, como vemos, al final casi todo lo que percibimos y pensamos – incluso la idea de nosotros mismos – está relacionada directamente con nuestros propios sentimientos y emociones (seamos conscientes de ello o no), y es responsable de nuestra manera de comportarnos y relacionarnos con los demás. A
l fin y al cabo, nuestros pensamientos y emociones funcionan como un sistema integrado que se retro-alimenta: si albergamos emociones tales como por ejemplo el miedo, la inseguridad o el resentimiento, nuestros pensamientos tenderán a manifestarse de esta manera, y también sucede a la inversa, cuanto más tendamos a pensar “en negativo” en nuestro día a día, inevitablemente más presentes se harán aquellas emociones que nos conducirán inevitablemente al sufrimiento.
Es por todo esto por lo que es tan importante lograr trascender este estado, aprendiendo a relativizar nuestro particular punto de vista de las cosas y procurando ser lo más honestos posible con nosotros mismos y con nuestra manera de sentir.
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