El amor propio es el rey en el jardín infinito de las emociones humanas. De eso no hay duda. Lo malo es que si tú eres una de esas personas que ha atravesado por experiencias muy difíciles, como falta de amor en la infancia, maltratos, acosos y situaciones por el estilo, nunca terminas de entender cómo se hace para que el amor propio deje de ser solo una bonita expresión.
En sentido estricto, tienes un amor propio fuerte si viniste al mundo como resultado del deseo de que existieras. Pero también debiste haber tenido una madre emocionalmente sana, unida por el amor a un padre también saludable mentalmente. Esto, por supuesto, debió mantenerse estable, al menos durante tu primera infancia. ¿Es tu caso?
Seguramente muchos habéis respondido que no. Que no entienden bien por qué los concibieron. Que a sus padres se les podrían poner muchas etiquetas menos la de personas emocionalmente sanas. Que su infancia transcurrió con ratos felices, pero también con carencias, malos tratos y a veces con enormes traumas. Por eso aquello del amor propio les parece poco más que una utopía: bonita sí, pero inalcanzable.
El amor propio no es “culpa” o “regalo” de nadie
Es una frase antipática porque no deja de devolvernos la responsabilidad que un día depositamos en otro lugar, en otra persona. Es muy tentador culpar a otros de los que nos pasa. Y la lista de posibles culpables la encabezan nuestros padres. Ah, si hubieran hecho… o si hubieran dejado de hacer… ¡Seríamos tan diferentes si ellos hubieran sido maravillosos! Pero, te has preguntado ¿cómo era su propia historia? cómo habían sido sus padres con ellos? ¿vale la pena renegar de todas las generaciones que nos preceden?
Lo usual es que los padres con bajo amor propio lo transmitan a sus hijos. Ellos hubieran querido lo contrario, pero no podían dar lo que no tenían. Seguramente a los padres de ellos les ocurrió lo mismo. La cadena sigue eternamente hasta que alguien, en alguna generación, decide detener la serie, cerrando la herida. Lo más aconsejable es hacerlo a través de una terapia, pero también hay otras vías que contribuyen.
Cualquiera de los caminos que se tomen es válido si lleva a reparar un amor propio destruido. Pero la mejor manera de iniciar esa tarea es renunciar a echarle la culpa a los demás. Se requiere de valentía y de grandeza para hacerlo. Genera una cierta incomodidad. Sin embargo, también es una forma de romper el eslabón más fuerte de la cadena, el que no te deja avanzar.
Otórgale valor a lo pequeño, a los detalles
Quizás hayas imaginado que si consigues un premio importante, como un Premio Nobel, tu amor propio tendría el nutriente que necesita para hacerse fuerte. O si alguien descubre que eres un genio incomprendido. O si te aman, más allá de cualquier prueba. O si todos te expresan su aprecio y se detiene el mundo cuando tú tienes una dificultad.
Las fantasías que incluyen grandes exaltaciones al yo son usuales en quienes tienen poco amor propio. En cierta forma no quieren menos que eso, y a veces piensan que los logros más discretos equivalen a nada. Lo que omiten es que toda gran conquista es el fruto de esfuerzos gigantescos, compuestos de pequeños logros. Son esos pequeños avances los que dan la fuerza suficiente para continuar.
Las grandes obras del ser humano están hechas básicamente de perseverancia. A su vez, la constancia es un rasgo que solamente toma su lugar en un corazón donde anida el amor propio. Los esfuerzos de grandes proporciones exigen una voluntad firme. Y cuando hay baja autoestima, la primera víctima es la voluntad. ¿Ves? Todo se convierte en un círculo vicioso.
De ahí la importancia de aprender a otorgarle valor a los pequeños logros. Por favor, no pases por alto lo que haces bien cada día. No demerites tus esfuerzos, grandes y pequeños. A veces simplemente continuar con tu día exige mucho de ti. Si lo logras, no dejes de reconocértelo. Lucha contra esa vocecita que se empeña en reprochártelo todo, en criticártelo todo. Tú eres el primero que tiene la obligación de dar valor a lo que eres y a lo que haces. Piénsalo.
LA MENTE ES MARAVILLOSA.
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