VIII
Sexo: el mayor demonio
en el infierno
Si fuésemos capaces de sacar a los seres humanos de la
creación del universo, veríamos que toda ella -las estrellas, la Luna, las
plantas, los animales, todas las cosas- es perfecta tal y como es. La vida no
necesita justificaciones ni juicios; sin nosotros sigue funcionando igualmente.
Ahora bien, si incluyes a los seres humanos en la creación, pero arrebatándoles
la capacidad de juzgar, descubrirás que somos exactamente iguales al resto de
la naturaleza. Ni buenos ni malos ni tenemos razón ni estamos equivocados: somos
sencillamente como somos. En el Sueño del Planeta, tenemos la necesidad de
justificarlo todo: hacer que todo sea bueno o malo, correcto o incorrecto,
cuando, sencillamente, las cosas son como son y punto.
Los seres humanos
acumulamos muchos conocimientos; aprendemos todas esas creencias, toda esa
moral y las reglas de nuestra familia, de la sociedad y de la religión. Basamos
la mayor parte de nuestra conducta y de nuestros sentimientos en esos
conocimientos. Creamos ángeles y demonios, y claro, el sexo se convierte en el
mayor demonio del infierno. El sexo es el mayor pecado de los seres humanos,
cuando el cuerpo humano está hecho para el sexo. Biológicamente eres un ser
sexual, y no hay más. Tu cuerpo es muy sabio. Toda la inteligencia reside en
los genes, en el ADN. El ADN no necesita comprender ni justificar las cosas;
sólo sabe. El problema no reside en el sexo. El problema reside en el modo en
que manipulamos el conocimiento y en nuestros juicios, cuando, en realidad, no
hay nada que justificar. A la mente le resulta muy difícil rendirse, aceptar
que es, sencillamente, como es.
Tenemos toda una serie de creencias sobre lo
que debería ser el sexo, sobre cómo deberían ser las relaciones, y esas
creencias están completamente distorsionadas.
En el infierno pagamos un precio muy alto por un encuentro
sexual, pero el instinto es tan fuerte que, de todos modos, lo hacemos.
Entonces, sentimos mucha culpa y mucha vergüenza; oímos todos los chismes sobre
el sexo. «¡Oh! ¡Mira lo que está haciendo esa mujer! ¡Mira a ese hombre!»
Tenemos una definición completa de lo que es una mujer, de lo que es un hombre,
de cuál debería ser el comportamiento sexual de una mujer y de cuál debería ser
el comportamiento sexual de un hombre.
Los hombres son siempre demasiado machos
o demasiado débiles, dependiendo de quien los juzgue. Las mujeres son siempre
demasiado delgadas o demasiado gordas. Tenemos todas esas creencias sobre cómo
debería ser una mujer para ser considerada hermosa. Tienes que comprar la ropa
adecuada, crearte una imagen apropiada a fin de resultar seductora y ajustarte
a esa imagen. Si no encajas en esa imagen de belleza, creces con la creencia de
que careces de valor, de que no le gustarás a nadie. Nos creemos tantas
mentiras sobre el sexo que no lo disfrutamos. El sexo es para los animales. El
sexo es maligno. Deberíamos avergonzarnos de tener sentimientos sexuales. Estas
reglas sobre el sexo van completamente en contra de la naturaleza y sólo son un
sueño, pero nos las creemos. Tu verdadera naturaleza aflora y no encaja con
todas esas reglas. Te sientes culpable. No eres lo que deberías ser.
Eres
juzgado; una víctima. Te castigas a ti mismo y no es justo. Esto abre heridas
que se infectan con veneno emocional. La mente juega a este juego, pero al cuerpo
no le importa lo que la mente crea; el cuerpo sólo siente la necesidad sexual.
En un momento determinado de nuestra vida nos resulta imposible no sentir una
atracción sexual. Esto es completamente normal; no comporta ningún problema. El
cuerpo sentirá un deseo sexual cuando se excite, cuando sea tocado, cuando sea
visualmente estimulado, cuando vea la posibilidad de sexo. El cuerpo puede
sentir un deseo sexual, y unos minutos más tarde, dejar de sentirlo. Si la
estimulación cesa, el cuerpo deja de sentir la necesidad de sexo, pero la mente
es otro cantar. Digamos que estás casada y que recibiste una educación
católica.
Tienes todas esas ideas sobre cómo debería ser el sexo: sobre lo que
es bueno o malo o correcto o incorrecto, sobre lo que es pecado y lo que
resulta aceptable.
Necesitas firmar un contrato para que el sexo sea aceptado;
si no lo haces, el sexo es pecado. Has dado tu palabra de que serás fiel, pero
un día, cuando vas por la calle, un hombre se cruza en tu camino. Sientes una
fuerte atracción; el cuerpo siente la atracción. No hay ningún problema porque
no significa que vayas a emprender una acción, sin embargo, eres incapaz de
evitar ese sentimiento porque es algo completamente normal.
Cuando el estímulo desaparece, el cuerpo lo libera, pero la mente necesita justificar lo que
siente el cuerpo. La mente «sabe», y ahí reside el problema.Tu mente sabe, tú
sabes, pero ¿qué es lo que sabes? Sabes lo que crees. No importa si es bueno o
malo, adecuado o inadecuado, correcto o incorrecto. Has sido educada para creer
que eso es malo, y de inmediato, haces ese juicio. En ese momento empieza el
drama y el conflicto.
Más adelante piensas en ese hombre, y sólo con pensar en
él, tus hormonas vuelven a aumentar. Dada la poderosa memoria de la mente, es
como si tu cuerpo volviese a verlo de nuevo. El cuerpo reacciona porque la
mente piensa en ello. Si la mente dejase al cuerpo en paz, la reacción se
desvanecería como si nunca hubiese tenido lugar.
Pero la mente lo recuerda, y
como sabes que no está bien, empiezas a juzgarte. La mente dice que no está
bien e intenta reprimir lo que siente. Pero, cuando tratas de reprimir tu
mente, adivina qué ocurre. Piensas todavía más en ello. Entonces vuelves a ver
a ese hombre, y aunque esta vez la situación sea distinta, tu cuerpo reacciona
con mayor fuerza. Si la primera vez hubieses liberado el juicio, ahora quizás
al verlo por segunda vez, no experimentarías ninguna reacción.
Sin embargo, en
estos momentos, al verlo, tienes sentimientos sexuales, juzgas esos sentimientos
y piensas: «Oh, Dios mío, no está bien. Soy una mujer terrible». Necesitas ser
castigada; eres culpable; y de este modo entras en una espiral descendente, por
nada, porque todo está en la mente. Quizás ese hombre ni siquiera ha advertido
tu existencia. Empiezas a imaginarte toda la escena, haces suposiciones y
llegas a desearlo todavía más. Entonces, por la razón que sea, lo conoces,
hablas con él y te resulta maravilloso. Al final se convierte en una obsesión;
es muy atractivo, pero te da miedo.
Acabas haciendo el amor con él y es, a la
vez, la mejor y la peor experiencia que has tenido. Ahora realmente necesitas
ser castigada. «¿Qué clase de mujer permite que su deseo sexual sea más
importante que sus principios morales?» Quién sabe a qué juegos va a jugar la
mente. Sientes dolor, pero intentas negar tus sentimientos; intentas justificar
tus acciones a fin de evitar el dolor emocional. «Bueno, probablemente mi
marido hace lo mismo.» La atracción cobra fuerza, pero no es a causa del
cuerpo, sino de la mente, que está siguiendo un juego.
El miedo se convierte en
una obsesión, y así, el que sientes en relación a tu atracción sexual se
intensifica. De este modo, cuando haces el amor con él, tienes una gran
experiencia, pero no porque él sea maravilloso ni tampoco porque lo sea el
sexo, sino porque liberas toda la tensión y todo el miedo. Entonces, para que
vuelva a crecer de nuevo, la mente sigue creyendo en el juego de que es así por
el hombre, pero eso no es verdad. El drama sigue creciendo y no se trata de
otra cosa que de un sencillo juego mental. Ni siquiera es real.
Tampoco es
amor, porque una relación como esta se vuelve muy destructiva. Es
autodestructiva porque te hieres a ti misma y lo que más te duele es lo que
crees. No importa que tus creencias sean correctas o incorrectas, buenas o
malas, estás rompiendo con ellas, algo deseable cuando se hace a la manera del
guerrero espiritual, pero no cuando se hace a la manera de la víctima. Y lo que
estás haciendo es utilizar esa experiencia para adentrarte más profundamente en
el infierno, no para salir de él. Tu mente y tu cuerpo tienen unas necesidades
completamente diferentes, pero la mente controla al cuerpo.
Este tiene unas
necesidades que no es posible evitar: comer,beber, guarecerse, dormir y satisfacerse sexualmente. Todas
esas necesidades son completamente normales y muy fáciles de satisfacer. El
problema reside en que la mente dice que esas son «sus» necesidades. En nuestra
mente creamos una imagen dentro de esta burbuja de ilusión. La mente se responsabiliza
de todo. Piensa que tiene necesidad de comida, de agua, de cobijo, de ropa y de
sexo, aunque lo cierto es que no la tiene, ya que no experimenta necesidades
físicas.
La mente no necesita comida, no necesita oxígeno ni agua, ni tampoco
sexo. Pero ¿cómo sabemos que esto es verdad? Cuando tu mente dice: «Necesito
comida» y comes, el cuerpo se siente completamente satisfecho, pero no la
mente, que sigue pensando que todavía necesita más. Entonces sigues comiendo
sin parar, y, aun así, no eres capaz de que tu mente se sienta satisfecha,
porque esa necesidad no es real. La necesidad de cubrir el cuerpo es otro
ejemplo.
Sí, el cuerpo necesita ser cubierto cuando el viento es demasiado frío
o cuando el sol quema en exceso, pero quien tiene esa necesidad es el cuerpo y
es fácil satisfacerla. Por eso, cuando la necesidad está en la mente, aunque te
eches encima toneladas de ropa, la mente seguirá necesitando más. Entonces
abres el armario, y aunque está lleno de ropa, tu mente no se siente
satisfecha, así que dices: «No tengo nada que ponerme». La mente necesita otro
coche, otras vacaciones, una casa para invitar a tus amigos: todas esas
necesidades que no eres capaz de satisfacer plenamente están en la mente. Pues
bien, lo mismo ocurre con el sexo. Cuando la necesidad está en la mente, no es
posible satisfacerla.
Cuando la necesidad está en la mente también están ahí
todo el juicio y todo el conocimiento, lo que hace muy difícil hacerle frente
al sexo. La mente no necesita sexo. Lo que realmente necesita es amor, no sexo.
Más que la mente, es tu alma la que necesita amor, porque tu mente es capaz de
sobrevivir con el miedo. El miedo también es energía y alimento para la mente:
no exactamente el alimento que deseas, pero funciona.
Necesitamos liberar al
cuerpo de la tiranía de la mente, ya que cuando ésta deja de necesitar comida y
sexo, todo resulta muy fácil. Para ello, el primer paso que hay que dar es
dividir las necesidades en dos categorías: en las necesidades que tiene el
cuerpo, y en las necesidades que tiene la mente. La mente confunde las
necesidades del cuerpo con las suyas porque necesita saber: «¿Quién soy yo?».
Vivimos en un mundo de ilusión y no tenemos la menor idea de qué somos. Por lo
tanto, la mente elabora todas estas preguntas. «¿Qué soy yo?» se convierte en
el mayor misterio y cualquier respuesta satisface la necesidad de sentirse a
salvo. La mente dice: «Yo soy el cuerpo. Yo soy lo que veo; yo soy lo que
pienso; yo soy lo que siento; siento dolor; estoy sangrando». La afinidad entre
la mente y el cuerpo es tan grande que la mente se cree el siguiente postulado:
«Yo soy el cuerpo».
El cuerpo tiene una necesidad y la mente dice: «Yo
necesito». La mente se toma como algo personal todo lo que tiene relación con
el cuerpo porque intenta comprender «¿Qué soy yo?». Por eso resulta
completamente normal que, en un momento determinado, la mente empiece a ganar
control sobre el cuerpo. Y vives tu vida de esta manera hasta que sucede algo
que te conmociona y te permite ver lo que no eres. Sólo empiezas a cobrar
conciencia cuando ves lo que no eres, cuando tu mente empieza a comprender que
no es el cuerpo. Cuando se dice a sí misma: «Entonces, ¿qué soy yo? ¿Soy la
mano? Si me corto la mano, todavía sigo siendo yo. Entonces, no soy la mano».
Eliminas lo que no eres hasta que, al final, lo único que queda es lo que
realmente eres. La mente atraviesa un largo proceso hasta descubrir su propia
identidad. En ese proceso liberas tu historia personal, lo que te hace sentir
seguro, hasta que finalmente comprendes lo que en verdad eres. Descubres que no
eres lo que crees que eres porque nunca escogiste tus creencias, que estaban
ahí cuando naciste. Descubres que tampoco eres el cuerpo, porque empiezas a
funcionar sin él. Empiezas a advertir que no eres el sueño, que no eres la
mente.
Y si profundizas más, te llegas a dar cuenta de que tampoco eres el
alma. Entonces, lo que descubres resulta verdaderamente increíble. Descubres
que lo que eres es una fuerza: una fuerza que le permite a tu cuerpo vivir, una
fuerza que permite que tu mente sueñe. Sin ti, sin esa fuerza, tu cuerpo se
derrumbaría. Sin ti, todo tu sueño se disolvería hasta convertirse en nada. Lo
que realmente eres es esa fuerza que es la Vida.
Y si miras a los ojos de
alguien que esté cerca de ti descubrirás esa conciencia propia, la
manifestación de la Vida que brilla en ellos. La vida no es el cuerpo, no es la
mente, no es el alma. Es una fuerza, y por medio de esta fuerza un recién
nacido se convierte en un niño, en un adolescente, en un adulto; se reproduce y
envejece. Cuando la Vida abandona el cuerpo, este se descompone y se convierte
en polvo. Eres Vida que atraviesa tu cuerpo, que atraviesa tu mente, que
atraviesa tu alma.
Y una vez que descubres esto, no con la lógica, no con el
intelecto, sino porque la sientes, descubres que eres la fuerza que hace que se
abran y se cierren las flores, que hace que el colibrí vuele de una flor a
otra, que estás en cada árbol, en cada animal, en cada vegetal y en cada roca.
Eres esa fuerza que mueve el viento y que respira a través de tu cuerpo. Todo
el universo es un ser viviente movido por esa fuerza, y eso es lo que tú eres.
Eres vida.
Dr. Miguel Ruiz.
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