Mediante el aprendizaje construimos nuestra memoria y, a partir de ella, pensamos, actuamos, sentimos, inventamos. Hay una memoria declarativa y una memoria implícita. Aquella conserva información biográfica (acontecimientos de nuestra vida) e información semántica (palabras, hechos, imágenes, etc.) que podemos recuperar. La memoria implícita o no declarativa conserva los procedimientos, las habilidades, los procesos. Gracias a la memoria explícita recuerdo de qué color era mi primera bicicleta. Gracias a la memoria implícita, continúo sabiendo montar en bicicleta. Sin embargo, cada vez se va reduciendo más la diferencia entre ambos tipos de memoria. “Hablar de memoria es una cosificación”, dice Rose, “es convertir un proceso en una cosa. Lo que conecta a las neuronas es su participación conjunta en una actividad concreta dirigida a un objetivo y las neuronas no son lugares pasivos o estables que simplemente representan el mundo exterior” (Rose, 2008). Puesto que por debajo de cualquier recuerdo hay siempre una actividad neuronal, podemos afirmar que un “procedimiento implícito” precede a cualquier representación. Esto permite ampliar a toda la memoria la noción de “hábito”, que solía reservarse sólo para el aprendizaje de procesos, métodos, actividades, competencias. “Toda nuestra vida en cuanto a su forma definida no es más que un conjunto de hábitos”, escribió William James en 1892. Los investigadores de la Universidad de Duke han estimado que más del 40% de las acciones que realizan las personas cada día no son decisiones de ese momento sino hábitos (Verplanken y Wood, 2006, Neal, Wood y Quinn, 2006).
La metáfora de la memoria como un almacén estático o un archivo en cuyos cajoncitos introducimos la información, está siendo sustituida por una imagen mucho más dinámica, la de un conjunto de “esquemas” activos, que recogen, guardan y producen información. Los esquemas pueden ser motores (agarrar, saltar, andar, jugar al tenis), perceptivos (las imágenes guardadas en la memoria, los modelos perceptivos que me permiten interpretar el estímulo recibido), intelectuales, que incluyen conceptos, creencias, sistema de ideas, procedimientos cognitivos, procesos de pensamiento, etc.). Pierre Bourdieu ha aplicado el concepto de “hábito” a la sociología, definiéndolo como “el conjunto de esquemas generativos a partir de los cuales los sujetos perciben el mundo y actúan sobre él”. Considera a estos esquemas “estructuras estructuradas y estructurantes” (Bourdieu, 1996).
No solo las reglas según las cuales el cerebro procesa la información, sino también los conocimientos que el cerebro posee, residen en su arquitectura funcional. De ello se sigue que los patrones de conectividad del cerebro contienen información, y que cualquier aprendizaje, es decir, la modificación de los programas de computación y del conocimiento almacenado, tiene que ocurrir a través de cambios duraderos de su arquitectura funcional. Por lo tanto, buscar las fuentes del conocimiento es equivalente a buscar los procesos que especifican y modifican la arquitectura funcional del cerebro (Singer, 2005).
Los hábitos son, pues, esquemas mentales estables, aprendidos por repetición de actos, que facilitan y automatizan las operaciones mentales cognitivas, afectivas, ejecutivas o motoras. Fueron el centro de la educación durante siglos. Para Aristóteles constituían el carácter, la segunda naturaleza. Podían ser buenos (virtudes) o malos (vicios). Se adquieren por entrenamiento. Cuando un jugador de tenis se entrena repite muchas veces un movimiento, pero no de la misma manera. Va afinando su respuesta, perfeccionando el movimiento, adquiriendo mayor resistencia y, sobre todo, la va automatizando, de manera que durante el juego su atención queda libre para ocuparse de otra cosa. La automatización de comportamientos complejos es uno de los grandes recursos de nuestra inteligencia. Como señaló el gran filósofo y matemático Whitehead, “la civilización avanza en proporción al número de operaciones que la gente puede hacer sin pensar en ellas”. La educación es, en último término, la adquisición de hábitos, lo que confirma la validez del modelo que utilizamos en los programas educativos de la UP. Como he explicado en esta serie de artículos, dividimos la inteligencia en dos niveles funcionales: inteligencia generadora (que actúa de manera no consciente) e inteligencia ejecutiva (que dirige la acción a partir de la experiencia consciente). Pues bien, ambas funciones mejoran su eficacia gracias a la adquisición de hábitos, sean generadores o ejecutivos. Podemos mejorar las ocurrencias de un niño si conseguimos que adquiera el hábito de producir buenas ocurrencias. Podemos conseguir que tenga mejores respuestas emocionales, si logramos que adquiera hábitos emocionales adecuados. Y podemos mejorar sus funciones ejecutivas mediante el fomento de las virtudes de la acción.
En los últimos años, la neurociencia y la psicología se han interesado mucho por el tema de los hábitos, de cómo se adquieren y de cómo pueden cambiarse. Las investigaciones de Larry Squire han mostrado que el cerebro tiende a formar hábitos para ahorrar esfuerzos. Al observar cómo una rata aprendía a encontrar un cebo en un laberinto vieron que al principio los ganglios basales trabajaban mucho y, luego, cuando la rata conocía la trayectoria, su actividad disminuía. Si dejamos que utilice sus mecanismos, el cerebro intentará convertir casi todas las rutinas en un hábito, porque así ahorra energía. La capacidad de adquirir hábitos complejos se mantiene incluso en personas que sufren grandes daños en su memoria. También sabemos que los mecanismos subconscientes del hábito influyen en infinidad de decisiones que parecen ser fruto de un pensamiento bien razonado pero que, en realidad, están bajo la influencia de impulsos que la mayoría de nosotros apenas conocemos o comprendemos. (Knowlton, Mangels y Esquire, 1996, Bayley, Frascino y Squire, 2005). Daniel Kahnemann distingue dos sistemas en el cerebro. El sistema 1 actúa automáticamente, mientras que el número 2 se halla siempre en un confortable modo de mínimo esfuerzo en el que sólo emplea una pequeña parte de su capacidad. Cuando el sistema 1 se encuentra en dificultad, pide al sistema 2 que le proporcione una solución más detallada (Kahnemann, 2012).
La neurología del hábito nos proporciona datos interesantes. La repetición establece una rutina que se desencadena al aparecer una señal, y que permite alcanzar un premio que actúa como reforzador. El concepto de hábito es análogo al concepto de “modelado” en la psicología conductista. Cuando hablamos de “adquisición de una conducta” estamos re – riéndonos al establecimiento de un hábito. En este caso, el electroencefalograma presenta dos picos y un valle. El primer pico es el momento en que el cerebro decide entregar la acción a un hábito; el segundo, cuando consigue la recompensa. Cuando el hábito se ha establecido, la señal y la recompensa se superponen, produciendo un fuerte sentimiento de deseo y de expectación. Eso es lo que da fuerza al hábito (Schultz, 2006). “Los hábitos especialmente fuertes producen reacciones similares a las adicciones, de modo que desear se convierte en un ansia obsesiva que puede obligar a nuestro cerebro a poner el piloto automático incluso en presencia de fuertes factores disuasorios como perder la reputación en el trabajo, el hogar o la familia” (Robinson y Berridge, 1993). Los hábitos establecen rutinas estables. Estas rutinas neurológicas pueden referirse a aspectos cognitivos (el experto tiene mejor memoria para los datos de su especialidad), emocionales (los hábitos afectivos determinan las respuestas emocionales), ejecutivos (la perseverancia, la voluntad, el mantenimiento de las metas, las virtudes morales) y motores (las habilidades físicas). El conjunto de esos hábitos es lo que denomino “personalidad aprendida” (Marina, 2010).
Ante la importancia educativa que damos a los automatismos conseguidos a través de los hábitos puede elevarse una seria objeción. El hábito o los automatismos limitan la libertad, son el triunfo de la inercia y la rutina. Si queremos educar personas libres, tendremos que eliminar los hábitos e instaurar la espontaneidad. Este asunto ha sido tema de debate continuo, sobre todo en la filosofía y la psicológica francesa. Según Rousseau, “el único hábito que se debe inculcar a un niño es el de no adquirir ninguno”. Los hábitos pueden fijar mi vida afectiva y mi vida intelectual. Para los psicoanalistas, las neurosis son hábitos mórbidos.
Psicoanalizando las facultades intelectuales, Bachelard denuncia el factor de inercia que hace que una idea nos parezca evidente cuando es muy familiar. Kahneman también ha estudiado el peligro de los sesgos cognitivos que provoca la familiaridad. El hábito constituye un “obstáculo epistemológico” temible. “Los grandes sabios –comenta Bachelard– son útiles a la ciencia en la primera mitad de su vida, y perjudiciales en su segunda mitad”. Einstein afirmaba que Faraday debía parte de su genio a la insuficiencia de sus conocimientos escolares. Su potencia de intuición no había sido paralizada por los hábitos intelectuales que se adquieren durante la formación universitaria.
Pero otros tantos autores han sido tenaces críticos de esta concepción reductora del hábito. Maine de Biran distinguía entre hábitos activos y costumbres pasivas. Para Ravaisson, el hábito es el punto de encuentro del espíritu y la materia. Es una vuelta “de la libertad a la naturaleza”. En efecto, en el origen del hábito puede haber la idea de un movimiento a realizar. Así sucede en todos los que son fruto de un proyecto personal. Los movimientos de un bailarín son primero una idea en la mente del coreógrafo. La bailarina va a materializarla. La idea se convierte en cuerpo, la voluntad en naturaleza. Nuestros hábitos más comunes son automatismos que la inteligencia y la consciencia han querido, en los que se han encarnado. Cuando se ha adquirido el habito, el cuerpo cesa de ser un obstáculo, se convierte en un intérprete, un espejo, de la idea, “El cuerpo –dice Hegel– se encuentra penetrado por el alma. Se convierte en su instrumento, dejándose penetrar a la manera de un fluido”. Por el hábito poseo mi cuerpo, como indica la palabra habere (tener) de donde deriva.
El enfrentamiento de opiniones se explica porque los hábitos son ambivalentes. Pueden adquirirse involuntariamente pero, incluso si son obra de mi voluntad, esta puede ser anulada por ellos. La voluntad, si no se encarnase en hábitos precisos, solo sería un deseo impotente. Pero, al mismo tiempo, esos mismos hábitos pueden volverse contra ella porque pueden aprisionarla. Las reglas pueden convertir la moral en una rutina. El derecho puede paralizar la justicia. El hábito da un cuerpo a la creatividad, pero la rutina puede permanecer aunque la creatividad desaparezca (Huisman y Vergez, 1963).
Esta ambivalencia de los hábitos hace imprescindible elaborar desde el punto de vista educativo una “teoría integral de los hábitos”. La pedagogía se enfrenta a la necesidad de fomentar la adquisición de hábitos (Duhigg, 2012). Pero adquirir un hábito no es repetir, consolidar, sino inventar, progresar. La educación también tiene que facilitar una adecuada jerarquía de hábitos. Las acciones –escriben Shallice y Cooper– están estructuradas jerárquicamente mediante esquemas. Un esquema es activado: 1) por un estímulo exterior; 2) por un esquema de superior nivel; y 3) por la intención del agente (Shallice y Cooper, 2011). Una de las astucias de la inteligencia humana es que con esquemas elementales los puede realizar proyectos muy creadores. Es lo que he llamando “bucle prodigioso”.
Las creencias son un hábito, pero el pensamiento crítico sobre las creencias o la búsqueda sistemática de novedades, también (Marina, 2012). Los hábitos son un mecanismo de la inteligencia para ampliar su e ciencia. Al automatizar las funciones, permiten realizarlas con más facilidad y menos gasto de energía. Si no tuviéramos hábitos automáticos, atarnos los zapatos nos llevaría una mañana entera. Sin embargo, para no caer en automatismos inertes, podemos adquirir hábitos flexibles, monitorizados por la inteligencia ejecutiva, que se encargará de evaluarlos, y en caso necesario intentará cambiarlos. Todas las actividades mentales se pueden convertir en hábitos. Hay un hábito de la rutina, pero también hay un hábito de la creatividad. Hay un hábito de la dependencia, pero también hay un hábito de la rebelión. El lenguaje nos sirve de ejemplo para mostrar que las conductas innovadoras tienen que basarse en automatismos muy rigurosos.
Sólo cuando dominamos bien los mecanismos lingüísticos podemos intentar ser brillantes o ingeniosos hablando. “A medida que se realiza mejor un movimiento, la intención se dirige a totalidades cada vez mas vastas, y se empieza a focalizar solo en ellas; con cada progreso del hábito, las vinculaciones internas ya no exigen atención particular, se funden en la focalización global y esta se subordina a las señales y a los fines de la acción que son los únicos remarcados”(Ricoeur, 1986).
Las creencias, las destrezas, las redes de la memoria, los estilos motivacionales, los hábitos afectivos, las habilidades musculares, las virtudes y los vicios son hábitos. “Lo que sé intelectualmente –dice Ricoeur– no me está presente de manera distinta a lo que sé hacer con mi cuerpo. Por ejemplo, para leer un libro de filosofía movilizo mis hábitos intelectuales”. “El saber no es lo que pienso, sino aquello mediante lo cual pienso. Los hábitos son un potencial que sirve de punto de apoyo a la reflexión y a la voluntad para un nuevo salto” (Ricoeur 1986).
A continuación mencionaré algunos hábitos que la educación debe fomentar, y cuya metodología hemos incorporado en los programas de la UP.
Hábitos cognitivos: “El saber surge del hábito”, escribe Ricoeur. También, por lo tanto, las creencias básicas, que tanta importancia tienen en nuestras vidas. Todos elaboramos un mapa personal del mundo, a partir del cual interpretamos lo que nos sucede. Es un conjunto de creencias frecuentemente implícitas, pero que influyen en nuestra acción. “Lo que hacemos en el mundo –escribe Claxton– depende de lo que creemos que es el mundo” (Claxton, 1995). Pretendemos ayudar al niño a que configure una representación del mundo verdadera, acogedora, llena de posibilidades.
Hábitos de pensamiento: incluimos la educación de la atención, destrezas del pensamiento (capacidad de elaborar conceptos, clasificar y establecer relaciones, desplegar secuencias lógicas, hacer inferencias y deducciones, etc.), destrezas de la creatividad (generar posibilidades alternativas, combinarlas), destrezas para evaluar si una idea es razonable (evaluar la información básica, evaluar las inferencias), destrezas para resolver problemas y tomar decisiones (Swartz y cols., 2008). Cada ciencia desarrolla hábitos científicos especializados que hay que enseñar. Descartes escribe: “Me parece que sólo puede haber dos cosas requeridas para estar siempre dispuestos a juzgar bien: una es el conocimiento de la verdad, la otra el hábito que hace que uno recuerde y acceda a ese conocimiento todas las veces que se presente la ocasión”.
Hábitos afectivos: vitalidad, seguridad en sí mismo, capacidad de disfrutar con lo bueno y de soportar lo malo, optimismo, sociabilidad, resiliencia.
Hábitos ejecutivos: hemos identificado ocho funciones ejecutivas, cada una de las cuales se establecen como hábitos:
1. inhibir la respuesta para no dejarse llevar por la impulsividad
2. dirigir la atención, poder concentrarse en una tarea, y saber evitar las distracciones;
3. control emocional: la capacidad para resistir los movimientos emocionales que perturban la acción;
4. planificación y organización de metas;
5. inicio y mantenimiento de la acción. Hay niños y adultos que son muy lentos en comenzar una tarea o en mantenerla;
6. flexibilidad, es decir, la capacidad de cambiar de estrategia, de aprender cosas nuevas o de aprender de los errores;
7. manejo de la memoria de trabajo para aprovechar los conocimientos que se tienen;
8. manejo de la metacognición, que consiste en reflexionar sobre nuestro modo de pensar o de actuar, con la intención de mejorarlo (Marina, 2012).
Hábitos éticos: las investigaciones transculturales realizadas en los últimos años han mostrado que, por debajo de diferencias religiosas o ideológicas, hay una serie de virtudes valoradas en todas las sociedades: la prudencia, la fortaleza, la justicia, la solidaridad, la templanza, y un sentido de transcendencia. Todas ellas son hábitos operativos, es decir, que inclinan a la acción y la favorecen.(Petersen y Seligman, 2004).
La pedagogía del hábito se culmina en la educación del carácter. Carácter es el conjunto de hábitos adquiridos por una persona. Por ello, en la UP consideramos que la educación tiene dos aspectos fundamentales: instrucción y formación del carácter. La base teórica es un concepto de personalidad más rico que el utilizado en psicología. Ésta considera que la personalidad es el origen de los comportamientos. Nos parece más adecuado considerar que la personalidad es una creación del comportamiento, una tarea, una meta. Por ello, distinguimos entre personalidad heredada (temperamento), personalidad aprendida (carácter) y personalidad elegida (proyecto personal). Lo importante es que el niño adquiera un carácter rico en destrezas y competencias, a partir del cual pueda definir su propia personalidad (Ohlin, y cols., 1999, Lickona, 1991, Hernández-Sampelayo, 2007).
Fuente: José Antonio Marina
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