Es probable que si permanecen abiertas, estemos acostumbrados a vivir con el peso de su dolor, con el vacío que nos generan y el posterior malestar que experimentamos como consecuencia. Por eso, siempre estamos alerta, confusos y esperando a que el sufrimiento llame de nuevo a nuestra puerta.
Sin embargo, también transportamos la historia de las heridas que han sanado, esas que un día nos dolieron pero que ahora ya no lo hacen y que además nos han dejado un aprendizaje, una nueva forma de concebir el mundo.
Sea como sea, a raíz de lo vivido, nos hemos vuelto más sensibles, más frágiles y más susceptibles, aunque en ocasiones no queramos aceptarlo y hagamos cualquier cosa para aparentar no serlo. Lo que obviamos es que esta sensibilidad también nos ayuda para comprender a los demás. Profundicemos.
El valor de las heridas
Existen experiencias que nos marcan en lo más profundo de nuestro interior, sobre todo aquellas especialmente duras, en las que el sufrimiento hace acto de presencia. Sentirse rechazado, humillado, abandonado o simplemente no querido, experimentar en primera persona el desprecio por ser uno mismo o la discriminación por ser diferente son algunos ejemplos.
A veces, la vida duele y no sabemos cómo hacerla frente. No encontramos un porqué, una respuesta que despeje nuestras dudas o el más mínimo sentido, solo experimentamos angustia, miedo y en ocasiones hasta ira. La cuestión es que, la mayoría de las veces, apenas somos capaces de percibir este proceso; pero que no nos demos cuenta, no quiere decir que no nos afecte.
Así, cuando el sufrimiento llama a nuestra puerta no nos deja indiferentes, nos cambia de alguna manera. Todo depende de cómo lo encajemos, si somos capaces de asimilarlo, si nos resulta tan insoportable que construimos corazas para defendernos de él o si nos ponemos una máscara para disimularlo.
Sea como sea, el dolor emocional nos marca y nos vuelve más susceptibles ante experiencias relacionadas con aquello que tanto daño nos hizo.
Por un lado, si tenemos heridas que no han sanado, nuestro pasado atrapará a nuestro presente y nos obliga a sufrir de nuevo. Seremos más sensibles al propio sufrimiento. Basta con que nos encontremos con algo que nos recuerde lo mal que lo pasamos, para que nuestra herida comience a sangrar.
Por el otro, si nuestras heridas han sido sanadas, seremos más sensibles a las heridas de los demás. Nos será más fácil ponernos en su lugar y comprender su sufrimiento.
«Hay heridas que en vez de abrirnos la piel, nos abren los ojos».
-Pablo Neruda-
Aceptar el pasado y comprender la historia
Sanar nuestras heridas requiere atravesar no solo el dolor emocional, sino un proceso que requiere un gran esfuerzo y aceptación por nuestra parte en el que una de las claves es aprender que huir del sufrimiento, lo único que hace es aumentarlo.
Una vez que tenemos esto presente, resulta más sencillo sumergirse en la sanación emocional de nuestras heridas. Y cuando lo logramos, cuando transformamos ese dolor, una versión nueva de nosotros surge desde nuestro interior.
Obviamente, es imposible liquidar todos nuestros problemas, pero saber que estamos o hemos sido heridos y comprender la profundidad de nuestras heridas cambia nuestra forma de ver no solo el mundo, sino a los demás.
Somos más sensibles cuando comprendemos nuestra historia y esto nos influye a la hora de comprender a los demás, ya que nos ponemos en su lugar.
Ya no pensaremos que los demás sufren porque sí, que podían actuar de otra manera o los identificaremos como culpables… Ahora sabemos que están haciéndolo lo mejor que pueden según su visión de la realidad, según la trayectoria de su vida y su configuración personal.
Como vemos, ser heridos despierta nuestra sensibilidad por el sufrimiento, tanto propio como ajeno. Nos hace ser más tolerantes, menos exigentes y más comprensivos.
Gema Sánchez Cuevas
Atrévete a ser feliz.
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