Hace muchos años, organicé un taller, el cual
resultó un fracaso… según los cálculos que yo había hecho previamente.
Cuando se lo comenté a una prima, que también hacía encuentros, me preguntó
cuántas personas habían venido. “Eran 14”, le dije y ella enseguida me
refutó: “¡Fue un éxito! Ojalá yo reuniera tanta gente”. Y ahí me di cuenta de cómo las
expectativas pueden cambiar la percepción de nuestros logros.
Si nos ponemos
a observar nuestros pensamientos (tarea que recomiendo ampliamente), muchos de
ellos están basados en expectativas, algunas propias y otras de la familia o de
la sociedad. ¿Cuánto de lo que somos fue moldeado por los deseos de
nuestros padres de lo que deberían ser sus hijos?, ¿cuántas de nuestras ideas
acerca de lo que debemos ser o tener es lo que la sociedad consumista nos vende
todos los días?, ¿cuántas de las peleas que tenemos con nuestra pareja están
provocadas por la idealización que creamos?, ¿cuántas peleas internas son
producto de las exigencias que sostenemos acerca de nosotros mismos?
Nos movemos
en base a expectativas constantes y ni siquiera nos damos cuenta. Todo
“debe de ser” de una cierta forma y, si no lo es, se constituye en un fracaso,
en una frustración, en una desilusión. Y de eso se trata: de la pérdida de una ilusión, que
no estaba asentada en la realidad.
Muchas de
esas expectativas tienen su origen en el deseo de obtener el cariño, el
reconocimiento, la atención, el apoyo, la aprobación de nuestros padres. Cuanto más
estrictos o lejanos hayan sido, más grande la idealización que creamos para
conquistarlos. Esa imagen embellecida y sublimada sobrevive la infancia y
se agiganta con el tiempo, abarcando lo que nos sucede como adultos: “todos
deben reconocerme y amarme; debo ser perfecto; no me puedo equivocar; tengo que
tener dinero (o lo que sea); tengo que ser exitoso; tengo que…”.
Exagerado
como suena, así es como se procesa en nuestra mente. Sufrimos cuando alguien nos
rechaza, cuando cometemos errores, cuando no conseguimos los altos objetivos
que nos trazamos. Lo interesante es que no solo agigantamos
hacia arriba (“debo ser el mejor”) sino que terminamos yéndonos al otro extremo
y regodeándonos en lo malo que somos (“soy el peor”). Nada es suficiente
para el ego…
¿Cómo
solucionarlo? Como dije, es necesario observar nuestros
pensamientos. Ellos nos dan la clave de cuáles son los parámetros
idealizados en que basamos nuestra autoestima y valoración. Reconociendo la invalidez de las
expectativas, podemos crear nuevos objetivos que estén en consonancia con quien
verdaderamente somos y deseamos HOY. Es necesario hacer el duelo de
los años que nos hemos dañado seriamente al forzarnos a ser distintos, especiales,
los niños perfectos de mamá y papá.
“Soy
suficiente tal cual soy” es un buen mantra.
Porque realmente es así. Cuando aprendemos a aceptarnos en lo que somos
aquí y ahora, cuando dejamos de criticarnos y herirnos, puede surgir nuestro
diseño original, el cual es perfecto para nuestros aprendizajes y
desarrollos. La verdadera paz sobreviene cuando somos nosotros mismos y
lo disfrutamos y expandimos.
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