El alma atrae aquello que secretamente alberga; aquello que
ama, y también aquello que teme; alcanza la cúspide de sus más preciadas aspiraciones,
cae al nivel de sus más impuros deseos; y las circunstancias son los medios por
los que el alma recibe lo que es suyo. Los hombres no atraen aquello que
quieren, sino aquello que son. Sus antojos, caprichos, y ambiciones se frustran
a cada paso, pero sus más íntimos pensamientos y deseos se alimentan de sí
mismos, sean estos sucios o limpios.
La “divinidad que nos da forma” está dentro de nosotros
mismos; somos Nosotros Mismos. El hombre está maniatado sólo por sí mismo.
El pensamiento y la acción son los carceleros del destino, ellos nos apresan,
si son bajos; ellos son también ángeles de Libertad, nos liberan, si son
nobles.
El hombre tarde o temprano se da cuenta que él es el labrador
de su propia alma, el responsable de su vida. También descubre interiormente
las leyes del pensamiento y comprende, cada vez con mayor exactitud, que las
fuerzas del pensamiento intervienen en la edificación de su carácter,
circunstancias y destino. El hecho de que el pensamiento crea circunstancias,
es sabido por todo hombre que durante un periodo de tiempo ha practicado el
control de sí mismo.
Un hombre no puede escoger directamente sus circunstancias,
pero puede escoger sus pensamientos, y de ese modo, indirectamente, pero con
certeza, dar forma a sus circunstancias. El hombre es abofeteado por las
circunstancias mientras se piense a sí mismo como un ser creado por las
condiciones exteriores, pero cuando se da cuenta de que es un poder creativo, y
que puede manejar las tierras y semillas de su ser de las que las
circunstancias nacen, se convierte en el dueño y señor de sí mismo.
El hombre es la causa, aunque casi siempre sin ser
consciente, de sus circunstancias, y que, mientras aspira un buen fin,
continuamente frustra su cometido al estimular pensamientos y deseos que no
armonizan con ese fin. El sufrimiento es siempre el efecto de los
pensamientos equivocados en alguna dirección. Es indicador de que el individuo
está fuera de armonía consigo mismo, con la ley de su ser. El único y supremo
uso del sufrimiento es la purificación, quemar todo aquello que es inútil e
impuro. El sufrimiento cesa para quien es puro. No hay sentido en quemar
el oro después que la escoria se ha retirado, y un ser perfectamente puro e
iluminado no puede sufrir.
Un hombre sólo empieza a ser hombre cuando deja de lamentarse
y maldecir, y comienza a buscar la justicia oculta que gobierna su vida. Y al
adaptar su mente a este factor gobernante, cesa de acusar a otros como la causa
de su situación, y se forja a sí mismo con pensamientos nobles y fuertes; deja
de patalear contra las circunstancias, y empieza a utilizarlas como ayuda para
progresar más rápido, y como un medio para descubrir el poder y las
posibilidades ocultas dentro de sí.
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