Cada vez que nos enojamos con alguien, cada vez que
nos sentimos víctimas de una ofensa o agresión, “sabemos” que fuimos tratados
de una manera injusta o desconsiderada, que no hemos recibido el trato que nos
merecemos. Ese maltrato nos provoca una “razonable” sensación de enojo o
disgusto, y en ese punto frecuentemente reclamamos (o al menos nos sentimos con
derecho a recibir) algún tipo de reparación de parte del agresor, o aunque más
no sea una disculpa, es decir, el reconocimiento de que efectivamente fuimos
maltratados.
Muchas
veces comentamos estos incidentes con nuestros amigos. Se los contamos,
lógicamente, tal como los hemos percibido, es decir, mostrándoles con claridad
lo injustos que han sido con nosotros. Ellos, naturalmente, suelen darnos la
razón porque todos compartimos la misma manera de interpretar estas
situaciones.
Hoy quisiera proponerte una interpretación
diferente acerca de qué es realmente una ofensa, cuál es el verdadero significado
del enojo que nos provoca y, finalmente, qué es el perdón y cómo se puede
alcanzar.
Ante todo, te invito a recordar situaciones que te
han causado dolor y en las que te resulta difícil perdonar, pero que
objetivamente no hayan sido muy graves, que no hayan provocado “daños
irreparables”. Te pido esto sólo para facilitar la exposición y la aceptación
de estas ideas; luego, revisando situaciones “más serias”, podrás comprobar si
realmente son de validez universal.
Veamos: algunas veces nos resulta muy sencillo
perdonar, incluso en circunstancias en las que sabemos que otras personas no
pueden hacerlo. Y otras veces somos nosotros los que no perdonamos ni aún
intentándolo sinceramente. Esto nos permite concluir que para que haya
verdadero enojo no basta con que la situación que lo provoca tenga determinadas
características; es necesario además que el que la percibe tenga “algo”, “algo”
que lo hace reaccionar con enojo. Más aún, quienes no tienen ese “algo”, pueden
presenciar o verse envueltos en situaciones que nos enojan, pero sin sentirse
afectados en absoluto.
Bien. Pero entonces…
¿Qué es ese misterioso “algo” que previamente
debemos tener en nosotros para que una determinada situación o persona nos
resulte tan irritante como para hacernos enojar?
Tal vez ya conozcas la respuesta a esta pregunta.
Probablemente ya la hayas escuchado alguna vez. Pero no es frecuente que la
gente la acepte y que saque provecho de ese conocimiento en su vida cotidiana.
Entre otras cosas porque contradice el “sentido común”, y también porque niega
la legitimidad de algunas de nuestras emociones más arraigadas, de las que
habitualmente no desconfiamos.
Lo que nos enoja de cierta actitud de alguien o lo
que nos molesta de una determinada situación que nos toca enfrentar, es que nos
muestran, tal como si fueran un espejo, un rasgo o un conflicto que en realidad
es nuestro, que forma parte de nuestro mundo interior.
La
situación o la persona que nos enojan, recrean frente a nosotros una
característica propia, de nuestra personalidad. Pero no una característica
cualquiera, sino una con la que no estamos conformes, que nos resulta
especialmente desagradable y a la que combatimos en nosotros mismos. Este
proceso por el cual vemos “afuera” rasgos o conflictos que llevamos “adentro” se
conoce como proyección,
pero no es precisamente algo nuevo.
La novedad es que podemos sacar provecho de estas
situaciones o personas que tanto nos afectan, porque nos permiten descubrir
aquellas características nuestras que nos disgustan profundamente o aquellas
actitudes injustas o desconsideradas que tenemos hacia nosotros mismos y que
tanto dolor nos provocan.
Siempre, sin excepciones, lo que nos disgusta ver
“afuera” tiene su equivalente en nuestro mundo interno, donde no podemos verlo
fácilmente. Y si odiamos eso que vemos afuera, también odiamos a esa parte
nuestra a la que tanto se parece.
Y para reconciliarnos con nosotros mismos, para
aceptarnos, para querernos, para aumentar nuestro nivel de autoestima, es
necesario que conozcamos estas características que consideramos negativas, que
entendamos que corresponden a un cierto estado de evolución o de aprendizaje en
el que nos encontramos en este momento, que las aceptemos con tolerancia y
comprensión, y que nos amemos profundamente aún teniéndolas, de la misma manera
en que nos resulta muy fácil amar a un niño aunque, lógicamente, también él
tenga que completar su evolución y aunque todavía le queden muchas cosas por
aprender.
Comprendido este proceso, identificado el verdadero
origen de nuestro enojo, ya no resulta posible sostenerlo por mucho tiempo.
Tenemos por delante, entonces, un nuevo desafío, mucho más estimulante que el
de combatir (sin posibilidad de éxito) contra la realidad, y mucho más
agradable que el de tratar de obligar a los demás a que se ajusten a nuestras
exigencias. Es el desafío de amarnos, de amarnos incondicionalmente.
Y perdonar, entonces, es muy fácil. Es la lógica
consecuencia de comprender que nunca existió la ofensa que habíamos percibido.
Que el dolor experimentado era real, sí, pero que la herida nos la habíamos
infringido nosotros mismos, mucho tiempo atrás.
Axel Piskulic
Cómo perdonar
Un escenario muy frecuente: Las personas que una y
otra vez quedan atrapadas en situaciones en las que son tratadas de manera
desconsiderada (o humilladas, traicionadas, ignoradas, etc.) es muy probable
que así se traten a sí mismas cada día. Las situaciones externas recrean esos
dolorosos conflictos internos que normalmente no podemos descubrir en nosotros.
Muchas veces conseguimos perdonar cuando la ofensa
queda ya muy atrás en el pasado o nos alejamos definitivamente de la persona
que sentimos que nos ofendió. Pero este no es el verdadero perdón sino que
tiene más que ver con olvidar, y el hecho de que todo el proceso normalmente
lleve mucho tiempo parece confirmarlo.
El verdadero perdón es algo completamente diferente
y sólo es posible si somos capaces de “despertar”, de liberarnos de viejas
creencias equivocadas, de pasar a un nivel superior de consciencia.
Por ejemplo: Si alguien tiene una deuda con
nosotros y decide no devolvernos lo que nos debe, tal vez eso nos haga enojar.
Pero si aprendiéramos a atraer a nuestras vidas un nuevo nivel de abundancia en
lo material (como muchas personas han logrado), si realmente ya no tuviéramos
ninguna preocupación por lo económico, es probable que la misma pequeña deuda
ya no nos importe demasiado.
Del mismo modo:
Si conseguimos pasar a un
nivel superior de fortaleza emocional, si podemos desarrollar un mayor nivel de
autoestima, entonces lo que hoy tanto nos molesta de la conducta de los demás
simplemente dejará de preocuparnos. E incluso lo más probable es que los demás
perciban nuestra nueva posición y comiencen a tratarnos con más respeto y
consideración.
Una buena idea cuando tenemos conflictos y
dificultades para perdonar es volver nuestra atención hacia nuestro mundo
interno y comprometernos firmemente a aceptarnos, a querernos y a cuidarnos, es
decir, a desarrollar un mayor nivel de autoestima… Porque si nos sentimos a
gusto tal como somos, si tenemos una relación saludable con nosotros mismos, si
somos capaces de vernos amorosamente en cualquier circunstancia, es decir, si
nos queremos sin condiciones, entonces, ejerciendo nuestra milagrosa facultad
de crear la propia realidad, haremos que nuestra vida refleje la paz, la
armonía y el bienestar que desarrollamos primero en nuestro mundo interior.
Axel.
fuente:
http://www.amarseaunomismo.com/el-perdon/?utm_source=Amarse+a+uno+mismo&utm_campaign=0aeee71cac-Auto24.2-El-perdon&utm_medium=email&utm_term=0_53eb8c9d18-0aeee71cac-336043061
http://conciencia33.org/2014/05/perdon-y-autoestima
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