viernes, 3 de agosto de 2018
Cruzar el río, una antigua historia zen
Cuenta una antigua historia zen que un maestro tenía a su cargo la formación de dos jóvenes discípulos. Ambos eran muy buenos aprendices, abnegados y disciplinados. Los dos anhelaban evolucionar y convertirse también en maestros. Cada día hacían lo posible por lograrlo.
El maestro buscaba inculcarles, sobre todo, el desapego. Para la filosofía zen, los apegos son la principal fuente de sufrimiento. Desprenderse, dejar ser y dejar pasar son objetivos muy importantes en esa filosofía. El camino del desapego es el camino hacia la paz y esta es el componente esencial de la felicidad.
“La ley del talento, como la de la dicha verdadera, es el desinterés”.
-José Martí-
La historia zen nos dice que los dos jóvenes procuraban, por todos los medios, depender cada vez menos de las cosas y de las personas. Comían apenas lo necesario, e incluso hacían ayunos de varios días, con gran felicidad. Sus ropas eran humildes. Sus habitaciones y camas muy modestas. Nada de ello les parecía un sacrificio, pues su objetivo era evolucionar.
Un paseo al río que lo cambia todo
Un día el maestro les pidió a sus dos discípulos que lo acompañaran a llevar alimento a una aldea cercana, que era muy pobre. Cuenta la historia zen que ambos aceptaron con gran entusiasmo. De hecho se ofrecieron a cargar pesados canastos. Cuando llegaron al lugar, repartieron el alimento con humildad y actitud de servicio. Los alegraba poder ayudar a otros.
Cuando llegaba el momento del regreso, el maestro zen les pidió que dieran un paseo por un bosque cercano al monasterio. Era temprano y todos podrían contemplar la belleza de las flores, del cielo y de los animales. Además, muy cerca estaba el río. ¿Qué mayor dicha que beber de sus cristalinas aguas?
Los tres caminaron por un largo rato en completo silencio. Todos disfrutaban de las caricias del sol y del viento. También aspiraban el olor a hierba y escuchaban el canto de los pájaros. Después de un rato llegaron al río. Jamás imaginaron ver lo que allí había: una hermosísima mujer que les sonreía.
Un giro desconcertante en la historia zen
Los dos jóvenes monjes quedaron sorprendidos por la belleza de esa extraña mujer. Era la más bella que ambos habían visto. Los dos se pusieron muy nerviosos y comenzaron a caminar tímidamente primero y aparatosamente después. Ambos trastabillaban. Se olvidaron por completo de lo que estaban haciendo y solo tenían ojos para ella.
La mujer les sonrió coquetamente al ver su turbación. Luego, con una voz seductora, les pidió el favor de que la ayudaran a cruzar el río. Uno de los jóvenes se apresuró a ayudarla. La tomó entre sus brazos, mientras ella lo miraba de manera insinuante. Él joven monje sonreía. Luego la dejó en la otra orilla y volvió para reunirse con el maestro y su compañero, a quienes había dejado atrás.
El maestro miró profundamente a este joven y luego todos prosiguieron el camino. El otro monje permanecía a la expectativa. Miraba al maestro y miraba a su compañero. Luego apretaba los labios, pero no decía nada. Así llegaron al monasterio.
Una enseñanza: ir de la teoría a la práctica
Pasaron los días y el monje seguía a la expectativa. No se explicaba por qué el maestro guardaba silencio ante lo que él había visto como una afrenta. ¿Cómo era posible que el otro monje hubiera cedido a los encantos de la chica y hubiera preferido ayudarla a ella primero, antes que al maestro? Solo pensar en ello lo llenaba de ira.
El otro monje estaba muy tranquilo. Seguía con su rutina de siempre y ni siquiera notó el enojo de su compañero. Su relación con el maestro seguía siendo normal y tampoco se refirió nunca más al episodio con la bella mujer. Su compañero comenzó a incubar un rencor sordo que no lo dejaba en paz. Un día cualquiera ya no aguantó más y decidió reclamarle al maestro.
“¿Cómo es posible que no le hayas dicho nada a él, que nos dejó plantados al borde del río, mientras lo cruzaba coqueteando con esa desconocida? ¿No vas a decirle nada? ¿Por qué no reprochas su egoísmo y su desconsideración? ¿Por qué no lo recriminas por haber cedido ante el apego a la lujuria?”, le dijo.
El maestro se quedó mirándolo en silencio un largo rato. Luego dijo una frase que el monje no olvidaría jamás y que quedó grabada para siempre en esta historia zen. Le contestó así: “Tu compañero tomó a la chica, le ayudó a cruzar por el río y la dejó allí. En cambio tú no has podido desprenderte ni de él, ni de ella, ni del río”.
Edith Sánchez
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