El miedo nos vence, la pereza nos vence, la irresponsabilidad nos vence...
Sólo somos víctimas, pero estamos tan acostumbrados a serlo que nos parece imposible una vida que gobernemos libremente.
Mientras nosotros seguimos estancados, la autotrascendencia, calladamente, espera que le dediquemos nuestra atención.
Está acostumbrada a que seamos unos caprichosos inconscientes que prestan más atención a lo urgente o lo distraído que a lo trascendental, y más atención a "lo aparentemente importante" que a lo que realmente importa, y más atención a los placeres de recompensa inmediata que a los que proporcionan estabilidad y paz.
A unos les cuesta ponerse a ello, a otros les parece que no están preparadados, otros se consideran inmerecedores, y a otros sólo les interesa lo que el momento actual pueda darles.
Quizás alguno de ellos tenga razón, como tienen razón quienes piensan o sienten que hay que comprometerse, con uno mismo y con la vida, y piensan que es en el silencio y en el interior donde están la gloria, la maravilla y la realidad.
Lo que suele fallar habitualmente es el compromiso. La vida nos distrae con muchos señuelos, nos atrapa, nos absorbe, y el silencio y la atención a lo transcendente se archivan directamente como asuntos que sólo nos distraen de la vida y nos hacen perder el tiempo.
El ser humano se sabe, o se siente, desvalido, perdido, inexperto... se sabe o se siente inútil con los asuntos de la intelectualidad -con la que nunca hay que afrontar la espiritualidad- se sabe o se siente pequeño o indefenso... y en vez de sacar el héroe interno, se acobarda y se rinde.
Sin embargo, en cada uno hay "algo" que no es "uno mismo", o que es mucho más y más grande que uno mismo, y eso marca una más clara diferencia entre lo "animal" y lo "espiritual".
Lo espiritual no puede enfermar. En cambio, si uno no tiene asumida y desarrollada esa parte, si no encuentra sentido a las cosas o a su vida, puede entrar en una crisis existencial, y el aburrimiento crónico por la falta de metas puede afectarle gravemente: apatía, desgana, depresión....
La autotrascendencia consiste en saberse, o por lo menos intuir, que uno tiene una misión importante en este mundo, o en esta reencarnación, o en este estar una vez en la vida y no más: hacerse feliz y hacer más agradable la vida a los demás; hacer realidad el potencial que uno es; desarrollar la espiritualidad que somos; colaborar en la mejoría de las relaciones humanas, de la convivencia, del amor al prójimo...
Vivir y morir sin haber contribuido de algún modo a perfeccionar el mundo, a uno mismo y a los demás, puede ser una inutilidad casi imperdonable.
Con el tiempo uno aprende que la generosidad es una cualidad excepcional; que las sonrisas que damos o recibimos son de un valor incalculable; que desapegarse de las cosas es de sabios; que la felicidad que disfrutemos o aportemos a los demás es nuestro más preciado legado a la humanidad; que los abrazos que se dan con el corazón nos elevan; que sentirse en paz es sagrado; que no hay otra cosa que merezca todos los adjetivos buenos salvo el amor, y que las necesidades van desapareciendo con el tiempo y se van resumiendo en una que es, claramente, el Amor.
La autotrascendencia consiste en sobreponerse al egoísmo, en superar las limitaciones que aporta el creer que acabamos junto con esta vida y que no tenemos que dar cuentas ni explicaciones a nadie, y en escuchar y obedecer a esa parte que no se consuela con las satisfacciones que dan los asuntos materiales y reclama atención y preponderancia.
Consiste también en aceptar que uno es otra cosa más que el humano que corretea por el mundo agobiado por resolver problemas, e inquieto porque no lo logra.
"El ser humano -como dice Víctor Frankl- está ahí para superarse a sí mismo, para olvidarse, para perderse de vista, para hacer caso omiso de sí mismo en la medida en que se entrega a una cosa o a un prójimo. Sólo así se vuelve el ser humano verdaderamente humano".
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