Ambos términos están cargados de fuertes connotaciones negativas, dado que se les relaciona con conductas sumamente dañinas. Se trata de sentimientos incomodos, desagradables, estigmatizados y evitados por la sociedad. Casi todo libro o película que pretende educar trata de inculcar que son sentimientos que llevan a la destrucción, ya sea propia o de otras personas. Y en este artículo sobre emociones tóxicas no vamos a tratar de contradecir esta idea, más bien intentaremos ampliar un poco esta visión tan simplista sobre dichas emociones.
LA ENVIDIA
Tu amiga come lo que quiere sin engordar ni un gramo; el compañero que presta cero atención en clase ha sacado otro sobresaliente; tu hermano se acaba de casar y le han ascendido en el trabajo, en cambio, tu emancipación parece cada vez más un sueño inalcanzable. ¿Para qué nos vamos a engañar?, todos hemos sentido en algún momento el gusanillo de la envidia. Y lo que solemos hacer es intentar aplastarlo al instante porque ¨sentir envidia es de malas personas¨.
A diferencia del amor o la alegría, la envidia está lejos de ser considerada un sentimiento agradable y deseado, y en principio nadie aspira a experimentarla. Se origina cuando nos encontramos con que alguien posee algo que nos gustaría tener, ya sea un objeto, una característica personal, un puesto de trabajo, etc. Es decir, la envidia surge a partir de la comparación con otra persona y puede conllevar sentimientos de dolor, inferioridad, amargura, tristeza asociada a la pérdida de autoestima tras la comparación, etc.
La envidia supone cierta insatisfacción con lo que se es o se tiene. Y de la persona que la siente se espera que se encargue de que el otro no disfrute con el objeto deseado. En principio, todo envidioso que se precie intentaría disminuir el valor del logro, tirando de sarcasmo o de menosprecios. También podría intentar apropiarse de lo que se desea mediante conductas agresivas, tratar de convencerse que en realidad no merece la pena o limitarse a experimentar la emoción sin hacer nada al respecto.
Llegados a este punto, parece que la envidia es un sentimiento inútil, que saca lo peor de uno y lo convierte en una persona de moral dudosa. Pero, ¿realmente estamos tan indefensos ante esta emoción y podemos atribuirle la culpa de nuestros actos? Sabemos que sentir y obrar no es lo mismo y que uno no siempre se comporta de acuerdo con sus emociones. No hay que olvidar que detrás de todo sentimiento hay una persona con sus creencias, valores, normas, etc.
Es decir, extender rumores para conseguir que el compañero que esta por encima de ti pierda su puesto de trabajo no es culpa de la envidia. Porque esta misma envidia podría empujarte a aprender y superarte a ti mismo, con tal de alcanzar el ascenso deseado. Por lo tanto, la emoción en cuestión nos permite marcarnos unos objetivos y tiene un valor motivacional importante. Y si se maneja correctamente, si se emplea en dirección del crecimiento personal, podría resultar realmente beneficiosa.
EL ODIO
El odio quizá sea la emoción que mayor carga negativa arrastra. Es lo que motiva al villano a hacerle imposible la vida a la protagonista, llegando incluso a planificar su asesinato. Y todos sabemos cómo acaban los malvados: solos, rechazados o directamente muertos. Y, ¿por qué llegaron a este destino tan poco envidiable? Pues, por culpa del odio, según nos dan a entender. Sin embargo, las emociones no necesitan de nuestro consentimiento para aflorar y además se quedan el tiempo que desean.
Podríamos decir que el odio es el sentimiento que aparece cuando alguien nos causa un daño grave. Probablemente la idea de llegar a experimentarlo te resulte poco creíble, pero piensa en que sentirías por el asesino de una persona importante para ti, por alguien que haya prendido fuego a tu casa o haya puesto tus amigos en tu contra. ¿A qué ahora te parece más razonable y justificado que aparezca? Todos estamos predispuestos a sentirlo y en algunas situaciones su aparición es más que lógica.
El odio es un sentimiento muy intenso y molesto, y normalmente preferimos referirnos a él con otros términos menos nocivos como desprecio o repulsión. Y es verdad que también implica esas respuestas, pero es algo bastante más complejo. Tal y como defendía Robert Sternberg, el odio implicaría cierto compromiso y también pasión, entendida como un miedo o ira intensos ante una amenaza. Además, supondría negación de la intimidad, dado que se busca poner distancia debido a la aversión que causa en la otra persona.
Normalmente, el odio se origina a partir de una reacción de ira y se ve fortalecido por la sed de venganza. Se suele asociar a hostilidad, debido a que nos motiva a luchar, a ¨eliminar¨ al enemigo, con tal de asegurar nuestra supervivencia. Por lo tanto, cumple una función adaptativa, puesto que nos impulsa a hacer desaparecer la amenaza. Ahora bien, podríamos anular el peligro mediante una serie de conductas agresivas o también podríamos alejarnos de él. La decisión es nuestra y se podría argumentar que nuestras emociones permiten que salga nuestra verdadera forma de ser, al menos en este caso.
Esperamos que esta primera parte sobre las emociones tóxicas os haya resultado interesante y haya aclarado algunas dudas acerca del origen y naturaleza de ambas emociones. A veces su manejo puede resultar realmente difícil y puede ser recomendable acudir a un profesional para lograr una regulación emocional más eficaz. Como os podéis imaginar, el tema da para mucho y por eso hemos decidido dividirlo en varios artículos que publicaremos en las próximas semanas para completar la serie que abordará este tema.
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