“El hecho de que una pequeña concentración de
moléculas que corren por el torrente sanguíneo pueda desencadenar pautas
complejas de comportamiento es un tema interesante de reflexión cuando se
juzgan cuestiones como el libre albedrío”
Carl Sagan y Ann Druyan
Nos gusta creer que tenemos control y manejo de
nuestras vidas, que nuestras acciones se encuentran basadas en elecciones
libres y decisiones racionalmente tomadas. Nos agrada sentir que elegimos a
nuestros amigos, parejas, el lugar donde vivimos o la carrera que estudiamos.
No obstante, operan en nuestro cerebro infinidad de mecanismos automáticos e
inconscientes de los cuales nosotros apenas tenemos alguna noticia. Y,
seguramente, en el concierto de procesos psicológicos, son las emociones las
que se destacan por su gran autonomía. Así el enojo, el miedo, los celos, la
alegría, la sorpresa casi siempre aparecen más allá de nuestra voluntad, como
reacciones impuestas a las cuales apenas podemos controlar. Afortunadamente, la
Psicología ha brindado herramientas que permiten manejar los procesos
emocionales, particularmente aquéllos que se tornan sufrientes y patológicos.
¿Por qué reaccionamos emocionalmente?
Comencemos con algunos ejemplos:
Carlos se encuentra en su trabajo cuando su
superior se le acerca y le comenta que no podrá tomar sus vacaciones en el
momento por él solicitado. Antes de terminar de escuchar la frase, Carlos ya se
ve invadido por un sentimiento de enojo que le cuesta disimular. Siente algo de
calor en el rostro y las manos, el palpitar de su corazón y una tensión
muscular generalizada.
Marcos espera a su pareja en la puerta de la
facultad. Ella sale del edificio conversando con un compañero del cual se
despide con un beso y una suave palmada en el hombro. Marcos se ve
instantáneamente invadido por un fuerte sentimiento de celos que raya con el
enojo. Su rostro se pone tenso, mira fijamente a su novia cuando se acerca y
antes de incluso saludarla no puede evitar preguntarle “¿quién es ese tipo?”
con un tono áspero y ojos inquisidores.
Marina llega a su casa luego de una jornada
agotadora de trabajo. Sus dos hijos con su esposo la esperan. Al verla entrar,
ambos niños corren a abrazarla gritando “mamá, mamá”. Marina siente una inmensa
alegría desde el mismo instante en que visualiza el rostro de sus niños, un
regocijo que desborda en sonrisas, besos y abrazos.
Los tres ejemplos narrados muestran situaciones
cotidianas, no patológicas, en las cuales las personas reaccionamos
emocionalmente con tan sólo estar expuestas a los estímulos adecuados. No nos
resulta necesario ningún tipo de esfuerzo, voluntad ni planificación para
vernos invadidos por los afectos, los cuales en todos los casos nos resultan
tan normales y naturales que difícilmente nos detengamos a pensar sobre ello.
De este tipo de ejemplos está plagada nuestra vida. Y difícilmente podamos
sostener que “elegimos” reaccionar o actuar de tal o cual modo; muy por el
contrario, en casi todos los casos las emociones se presentan en fracciones de
segundos, tiñendo desde nuestra percepción hasta nuestros actos. Del mismo modo
se van. Ninguna elección cuenta acá.
Ahora bien, ¿por qué? ¿Cuáles son los motivos por
los cuales tenemos estas reacciones emocionales que tanto colorean nuestras
vidas? ¿En qué grado las controlamos y cuánto ellas nos controlan?
Hay diferentes niveles de análisis para responder a
las pregunta de por qué reaccionamos emocionalmente. El primero de ellos tiene
que ver con las casusas proximales, es decir, con los eventos antecedentes
externos e internos puntuales que gatillaron el disparo de las emociones. Así,
por ejemplo, en el caso de Carlos antes mencionado, podríamos simplemente
afirmar que su enojo se debe a que considera injusta la decisión de la empresa
de negarle las vacaciones en el periodo solicitado; su reacción se explica por
la noticia que su superior le transmite y su valoración de la misma como
injusta. De igual manera, Marcos reacciona con celos porque ve que su novia
tiene gestos cariñosos con otro hombre, lo cual él considera una amenaza a la
fidelidad. Casi parece bizarro tener que explicar el por qué de la alegría de
Marina, obviamente, porque ve a sus hijos, ellos y sus expresiones de afecto
son las causas proximales de sus sentimientos positivos.
Ahora bien, nosotros podemos ir un paso más allá y
preguntarnos por qué tales o cuales antecedentes típicamente son disparadores
de tales y cuales reacciones emocionales. Así, por ejemplo, ¿por qué
reaccionamos con enojo cuando algo o alguien interfiere con nuestros objetivos,
particularmente si tal obstáculo lo consideramos injusto? ¿Por qué sentimos
celos ante los signos cariñosos de nuestras parejas con otros potenciales
competidores? O, finalmente, ¿por qué una madre se alegra tanto al encontrarse
con sus hijos pequeños?
El segundo tipo de respuestas nos lleva a otro
nivel de análisis, el cual se relaciona directamente con las funciones
evolutivas de las emociones, con su valor de supervivencia, no tanto para
nosotros, sino para nuestra especie. En este sentido, las emociones son
patrones de respuesta que han sido seleccionados a lo largo de miles de años
porque representaron una adaptación, una ventaja evolutiva para la
supervivencia. Prosigamos con algunos ejemplos.
La reacción de enojo cuando vemos que nuestros
objetivos se ven interferidos por otras personas ha facilitado un patrón de
conductas defensivas orientadas a deshacerse del obstáculo. Así, quien nos
quitara la comida, el refugio o a nuestros compañeros sexuales podría ser
objeto de nuestra reacción de ira con la consecuente agresión que ello implicaba.
De hecho, como es sabido, la fisiología de las emociones nos prepara para una
acción específica de acuerdo con el tipo de disparador al que nos enfrentemos.
Por ejemplo, tanto el enojo como el miedo comportan
una activación importante del organismo: aumento de la frecuencia cardíaca y
respiratoria, aumento de la presión sanguínea, tensión muscular. Pero también
hay diferencias. El enojo nos prepara para el enfrentamiento, la lucha y por lo
tanto, la sangre fluye más intensamente hacia los brazos y manos. Opuestamente,
en el estado de miedo nos preparamos para huir y por lo tanto, la sangre se
dirige más marcadamente a las piernas que en las extremidades superiores.
Pensemos, por ejemplo, en nuestras respuestas
sexuales. Al igual que con el enojo o con el miedo, experimentamos un patrón
generalizado de activación caracterizado por taquicardia, respiración agitada,
tensión muscular; no obstante, las diferencias son obvias, no sólo en el plano
somático por la diferente preparación de los genitales sino por el subjetivo
emocional, en el cual vivimos una de las experiencias humanas más agradables.
Al hablar de las emociones en este sentido
evolutivo, estamos afirmando que las mismas han favorecido nuestra
supervivencia en un ambiente arcaico, no en el mundo moderno signado por la
tecnología. Así, los organismos que corrieron más rápido ante un predador o se
defendieron más agresivamente de un enemigo, son los que más sobrevivieron.
De modo similar, quienes experimentaron mayor
placer sexual, copularon más y por ende dejaron más descendencia fértil.
Opuestamente, quienes no experimentaron miedo o enojo, no se escaparon ni se
defendieron y fueron más fácilmente capturados por sus predadores o enemigos;
quienes no se sintieron sexualmente atraídos por potenciales compañeros
sexuales, han copulado menos y por ende, dejado menor cantidad de descendencia.
Este proceso puesto a jugar en términos de millones de años ha dejado trazos
indelebles en el cerebro humano, el cual reacciona ante algunos disparadores
con respuestas más adaptadas a la edad de piedra que a la civilización
contemporánea. En este contexto de ideas, las reacciones de nuestros primeros
ejemplos cobran su sentido; todas ellas son adaptaciones que favorecieron la
supervivencia en un ambiente primitivo; algunas siguen siéndolo aún, como el
caso de la madre que se alegra al ver a sus hijos; otras ya no tanto, como el
caso del trabajador que se enoja porque le niegan sus vacaciones en el periodo
solicitado.
El valor evolutivo de nuestro repertorio emocional
también nos pone en el sendero para explicar algunas de sus otras
características más destacadas. Particularmente, las emociones son casi siempre
automáticas, rápidas, difíciles de manejar. Esto se debe a que, en la mayoría
de los casos, los patrones afectivos que nos preparan para acciones específicas
relacionadas con la supervivencia tienen un curso temporal; escasos segundos
pueden representar la diferencia entre vivir o morir a manos de un predador,
por ejemplo. Así, el automatismo de las emociones releva al organismo de un
proceso de evaluación consciente y racional que llevaría más tiempo y por ende,
más riesgo, liberando los recursos atencionales para servir a otros propósitos.
El disparo emocional es un proceso inconsciente,
sólo nos anoticiamos del mismo cuando ya está en marcha ejerciendo efectos en
nosotros. Esta arista se esclarece aún más si reflexionamos acerca de que
patrones emocionales muy similares a los nuestros tienen lugar en otras
especies, que por supuesto, no piensan, no hablan, ni son conscientes.
Nuestro cerebro lleva las marcas de nuestra
historia evolutiva, nuestros afectos se revelan como procesos preparados que
han servido a ciertos fines de supervivencia en el pasado remoto. Si bien los
disparadores arcaicos ya casi no se presentan, los temas comunes sí. De este
modo, las amenazas no provienen de un predador, sino de un superior que nos
puede quitar nuestro trabajo; a él reaccionamos con miedo o con enojo de
acuerdo con las circunstancias.
Al ver fotografías o videos eróticos por internet,
experimentamos fuerte placer sexual y una preparación de nuestro organismo para
copular, a pesar de que estemos sólo frente a una computadora con la cual no
vamos a tener relaciones sexuales ni reproducirnos. Las reacciones arcaicas
perduran y se ponen en marcha ante estímulos nuevos de la cultura; estos
últimos estarán algunas veces más, otras veces menos; pero siempre relacionados
con los temas centrales de la supervivencia que dieron origen evolutivamente a
nuestras emociones.
¿Cuál es el valor de nuestras elecciones en todo
este entramado de reacciones emocionales? ¿Cuánto elegimos a qué o quién
reaccionar? ¿Cuánto elegimos cómo reaccionar?
Podemos plantear estas preguntas
de manera más específica. Así, por ejemplo, un hombre heterosexual, en
situación de intimidad con una mujer que se encuentra en ropa interior, ¿cuánto
elige excitarse sexualmente y tener una erección? Un conductor de automóvil a
quien otro vehículo se le adelanta inadecuadamente en una curva, ¿cuánto elige
enojarse con el otro conductor? El novio celoso de nuestro ejemplo, Marcos,
¿cuánto elige reaccionar con celos al ver a su pareja conversar afablemente con
otro joven en la puerta de la facultad? Por supuesto, estos son ejemplos groseros,
donde aparecen los disparadores emocionales más específicos; de ahí que la
reacción se muestre intensamente. No obstante, si pensamos en ejemplos menos
específicos, como que se nos queme la comida, nuestra compañera de trabajo nos
sonría sensualmente, un amigo llegue tarde a una charla de café o nuestros
hijos nos pidan un nuevo juego para la consola, hallaremos que los distintos
disparadores tocan menos cercanamente el tema central de la emoción que se
trate, provocando entonces una reacción menor, pero presente al fin y al cabo.
Cuanto más cercano el disparador del tema específico de la emoción, mayor la
activación de esta última.
La conclusión de esta línea de análisis no parece
dejar muchas dudas. Estamos “programados” para experimentar un conjunto de
reacciones rápidas, automáticas, incluso estereotipadas, de las cuales sólo nos
anoticiamos una vez que se encuentran en marcha. No hay acá mucho lugar para el
libre albedrío y la elección. Sin embargo, podemos dejar reservadas estas
palabras para otras áreas de nuestro funcionamiento psicológico.
Es sabido de que los seres humanos somos la única
especie capaz de desarrollar consciencia, pero hay algo más. También somos
capaces de desarrollar consciencia de la consciencia, es decir, saber que somos
conscientes; lo cual nos permite reflexionar sobre nuestros propios estados y
procesos psicológicos, algo a lo cual se lo conoce como “metaconsciencia” o
“metacognición”. Si bien no es este un tema cerrado, aquí sí puede radicar una
noción algo más fundada científicamente de libre albedrío. Así es como la gente
reflexiona acerca de sí misma y llega a la conclusión de que sufre a raíz de su
miedo, ansiedad, celos, enojo, tristeza o cualquier otra emoción negativa. Así
es como llegan al consultorio de un psicólogo, pidiendo ayuda porque padecen
como consecuencia de emociones negativas involuntarias y que no pueden manejar.
Y justamente, como el psicólogo cognitivo
conductual conoce acerca del automatismo con el cual operan las emociones,
habrá de echar mano de múltiples herramientas. Por un lado, existe un conjunto
de procedimientos fuertemente basados en la racionalidad y la autoconsciencia;
con ellos favorecemos que los procesos cognitivos más evolucionados y
sofisticados tomen al menos parcialmente el control de los procesos emocionales
más primitivos e involuntarios. Por otra parte, existe un amplio grupo de
técnicas que operan de manera directa sobre los disparadores y procesos
emocionales negativos. Estas últimas, genéricamente técnicas conductuales,
apuntan a disminuir la frecuencia, intensidad y duración de las reacciones
emocionales negativas ante ciertos disparadores apoyándose en un aprendizaje
situacionalmente guiado, donde priman fuertemente los procesos de
condicionamiento.
Si las emociones tienen una raigambre evolutiva
arcaica e inconsciente, habremos de buscar procedimientos que actúen
directamente sobre ella. Si no está en nuestra capacidad elegir cuándo y cómo
reaccionar emocionalmente, al menos está a nuestro alcance volvernos
conscientes de este fenómeno y procurar disponer nuestro ambiente de suerte tal
que facilite o dificulte la aparición de ciertas respuestas.
Eso es tal vez lo más cercano que poseemos al libre
albedrío.
Fuente: Buscándome
http://www.shurya.com/
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