“Nuestra cultura nos inculca el miedo a perder el tiempo, pero la paradoja es que la aceleración nos hace desperdiciar la vida.
“Hoy todo el mundo sufre la enfermedad del tiempo: la creencia obsesiva de que el tiempo se aleja y debes pedalear cada vez más rápido.
“La velocidad es una manera de no enfrentarse a lo que le pasa a tu cuerpo y a tu mente, de evitar las preguntas importantes…
“Viajamos constantemente por el carril rápido, cargados de emociones, de adrenalina, de estímulos, y eso hace que no tengamos nunca el tiempo y la tranquilidad que necesitamos para reflexionar y preguntarnos qué es lo realmente importante.”
Estas palabras del periodista canadiense Carl Honoré en su “Elogio a la Lentitud” nos invitan a reflexionar. Estamos tan preocupados por no perder un detalle, tan preocupados por apurar hasta el último sorbo, que no nos damos cuenta de que a través de esa prisa se nos escapa la vida.
La paradoja moderna: Cuanto más intentemos abarcar, más se nos escapará
Cuanto más rápido vayamos, más nos confundirá nuestro propio ritmo, cayendo víctimas de un vértigo que nos impide ver más allá de las ocupaciones cotidianas, de ese trasiego constante por el que se nos escapa segundo a segundo la vida.
Ese estado de hiperactividad nos lleva a vivir por inercia, en piloto automático, dedicando toda nuestra energía a metas externas que se oxidan con el paso del tiempo y nos hacen olvidar cuáles son las cosas realmente importantes de la vida.
Pensamos que cuanto más ocupados estemos, más aprovechamos la vida, e incluso nos enorgullecemos de tener la agenda repleta, de no tener ni un minuto libre. Sin embargo, cuando saltamos de un compromiso a otro dejamos que sean los demás quienes decidan en nuestro lugar. Entonces nos sometemos, más o menos inconscientemente, a la dictadura social, la cual nos anima a ir cada vez más rápido porque sabe que esa velocidad nos arrebata el tiempo para pensar, un tiempo precioso para conectar con nosotros mismos y decidir qué es lo que realmente queremos.
Cuando vivimos con esa prisa, miramos constantemente hacia adelante, a un futuro que ya está programado y decidido prácticamente al milímetro. Nos animan a hacer cada vez más cosas en menos tiempo, pero eso no nos reporta necesariamente más satisfacción.
Hoy la prisa no se limita al trabajo, ha contaminado todas las esferas de la vida, extendiéndose incluso al ocio. Hay que ver más en menos tiempo, probar más en menos tiempo, tomar una foto rápida y seguir a la siguiente... fotos que, dicho sea de paso, nos servirá de un recordatorio enmohecido de que "estuvimos" allí, una vaga remembranza de lo que pudo ser pero no fue.
Esa prisa no deja espacio para la necesaria pausa que invita a la reflexión y a la creatividad. El silencio y el descanso, dos necesidades básicas, prácticamente se han convertido en un lujo. Esa prisa en realidad nos resta capacidad de goce y de placer, nos impide disfrutar de los pequeños detalles.
Hay otra manera de vivir: El instante eterno
Si queremos vivir en sociedad, a veces no tenemos más opción que ceñirnos a la prisa moderna. No hay muchas alternativas, sobre todo en el trabajo. Sin embargo, debemos asegurarnos de que no se convierta en la norma que engulla nuestra vida. Debemos proteger con celo el derecho a poner nuestra vida en cámara lenta para disfrutar de lo que nos apetece, tranquilamente y sin culpas.
En el budismo existe un concepto muy interesante que puede convertirse en una especie de antídoto contra la prisa: el instante eterno. Según esta filosofía, si vivimos plenamente presentes en el aquí y ahora, pasado y futuro se difuminan. Cuando somos plenamente conscientes, cuando nuestra mente no está en lo que nos queda por hacer o en lo que ya hicimos sino en lo que estamos haciendo, disfrutamos más.
Entonces la vida deja de ser una carrera de obstáculos a vencer y se convierte en una maravillosa realidad a experimentar. Es un cambio que vale la pena :)
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