A Mis queridos hijos:
Este cuerpo, el nuestro, no es eterno. En cualquier momento puede morir. Hemos nacido en forma humana tras innumerables nacimientos. Si malgastamos esta existencia viviendo como animales, renaceremos en forma animal antes de conseguir una nueva encarnación humana.
En la época actual estamos llenos de deseos. Es inútil empeñarse en satisfacerlos. Al fin y al cabo, cuando ya nos sintamos incapaces de apaciguados, perderemos nuestro tiempo en lamentaciones y echaremos a perder nuestra salud. Lo que necesitamos es la paz de la mente. Es la mayor de las riquezas.
Hijos míos, no piensen que la paz de la mente se puede obtener mediante riquezas materiales. ¿Acaso no hay seres humanos que han construido viviendas climatizadas y en ellas se han suicidado? Los países occidentales están provistos de una gran riqueza material y de toda clase de comodidades físicas. No obstante, esas personas no disfrutan de un solo momento de paz. La dicha y la tristeza no dependen de los objetos exteriores, sino de nuestra mente. El paraíso y el infierno se encuentran aquí, en nuestra tierra.
Si comprendemos la utilidad y el papel que desempeña cada objeto material en nuestra vida y vivimos de acuerdo con esta comprensión, desaparecerá la causa de nuestro sufrimiento. El conocimiento que nos enseña a vivir en esta tierra, a vivir una vida feliz a pesar de las dificultades, es un conocimiento espiritual, es el conocimiento de nuestra mente. Eso es lo que, ante todo, hemos de conseguir. Aprendiendo a discernir lo bueno y lo malo de todas las cosas de la vida, elegiremos el camino que lleva a la felicidad eterna. Sólo si nos esforzamos por realizar la propia identidad podremos saborear la dicha eterna.
No pensemos que nuestros padres, nuestros hijos o los miembros de nuestra familia estarán siempre a nuestro lado. Todos estarán con nosotros hasta el momento de nuestra muerte. Sin embargo, tomemos conciencia de que nuestra vida no acaba simplemente tras los sesenta o los ochenta años que hayamos pasado aquí. Aún hemos de vivir muchas más vidas. Igual que hacemos con el dinero que reunimos en el banco para proveer las necesidades materiales de la vida, tendríamos que acumular una riqueza eterna mientras seamos capaces de hacerlo física y mentalmente. Lo conseguiremos si alabamos el nombre de Dios y realizamos acciones virtuosas.
Aunque obremos correctamente cien veces, bastará un solo error para que las personas renieguen de nosotros. Sucede exactamente lo contrario, cuando, tras cien faltas, Dios nos recibe por una sola acción justa. Por esto, hijos míos, no se apeguen a nadie, sino adhiéranse a Dios. Entréguenselo todo. Cuando los hijos hayan crecido, se hayan casado o independizado, los padres deberían vivir su vida pensando en Dios y consagrándose a actividades devotas o, si les es posible, viviendo el resto de sus vidas en un Ashram. Seguir atormentándose respecto a nuestros hijos no nos beneficiará, ni a ellos ni a nosotros. Pero si vivimos nuestros días recordando a Dios y alabando su Nombre, nuestras familias se enriquecerán de una existencia así hasta la séptima generación.
Hijos míos, deberíamos orar a Dios, entregarnos a Él y vivir en su conocimiento. Si nos refugiamos en Dios, llegaremos a Él y conseguiremos todo lo que necesitamos. No nos faltará nada. Si nos hacemos amigos del encargado de la despensa de la cocina, quizá consigamos una calabaza. Pero si complacemos al rey, toda la riqueza del reino estará en nuestras manos. Si tenemos leche, podremos obtener yogurt, suero y manteca. Igualmente, si nos refugiamos en Dios, Él proveerá todas nuestras necesidades, tanto las materiales como las espirituales. La entrega a Dios aportará prosperidad, tanto a nosotros, a nuestras familias, como a la sociedad.
Hijos míos, la vida tendría que desarrollarse en el orden y en la disciplina. Sólo así podremos gozar de nuestra felicidad interior sin depender de los objetos exteriores. Reflexionen sobre cómo nos esforzamos para aprobar un examen o conseguir un empleo. Sin embargo, aún no hemos comenzado siquiera a conocernos a nosotros mismos a fin de llegar a la dicha eterna. Por lo menos, invirtamos el tiempo que aún nos queda progresando hacia esa meta.
Hijos míos, cante sin cesar su mantra (frase o palabra en la que se concentra la atención de la mente). Practiquen cada día su sadhana (disciplina espiritual), en soledad, a la misma hora. Eventualmente, diríjanse a un Ashram y pasen algún tiempo en él en silencioso lapa (ejercicio de repetición del mantra) y en meditación. Realicen tantas acciones desinteresadas en bien del mundo como el tiempo y las circunstancias lo permitan.
Este mundo existe gracias al amor. Cuando perdemos nuestro ritmo, la naturaleza pierde también el suyo. La atmósfera se emponzoña y deja de ser propicia a la germinación de las semillas, al crecimiento de los árboles y al desarrollo de los animales. El rendimiento de los cultivos mengua, las enfermedades se multiplican, las lluvias disminuyen y la sequía aumenta. Por tanto, hijos míos, ámense unos a otros. Hagan que la rectitud, el amor y las restantes buenas cualidades se expandan. No alimenten la cólera ni la envidia hacia nadie. Vean lo bueno de cada uno. Nunca hablen negativamente de los demás. Consideren a todo el mundo como hijos de la misma madre y ámenlos como a hermanos y hermanas. Dejen sus acciones en manos de Dios y permitan que Su voluntad prevalezca en todas las circunstancias.
Hijos míos, si alguien nos interroga acerca de nuestra forma de vida, la respuesta tendría que ser la siguiente: “¿No es verdad que cada uno de nosotros actúa teniendo como meta su propia tranquilidad y su propia dicha? En esta forma de vida encontramos la paz interior. ¿Por qué cuestionan los valores fundamentales de nuestra vida? Corren por montes y valles para encontrar la felicidad. Vean cuánto dinero gastan en lujos inútiles, en sustancias tóxicas y en bienes materiales que, en realidad, no necesitan. En cambio, ¿por qué se sienten tan contrariados cuando vamos a pasar unos días a unAshram y nos interesamos en asuntos espirituales?”. Intentemos incrementar el vigor que se necesita para hablar así, con toda franqueza. No se intimiden. Sean valientes. Tendríamos que vivir mimando nuestro patrimonio espiritual.
No tenemos por qué avergonzarnos de nuestra forma de vivir. La vergüenza acarrea como consecuencia un sentimiento de derrota. Digan abiertamente: “Hemos elegido este camino en bien de nuestra paz espiritual. Pero ustedes, para conseguir esta paz, edifican casas, se casan y trabajan en distintas cosas, ¿verdad? Nosotros hallamos la paz siguiendo nuestro camino. Nuestra meta es la paz mental, no la liberación ni un paraíso al que se llega después de la muerte. ¿De verdad se sienten ustedes en paz?”.
Cuando estamos en un barco o hemos subido al autobús, no tenemos por qué seguir llevando nuestro fardo en la cabeza. Hijos míos, déjenlo todo en Sus manos. Si vivimos con esta actitud de entrega, no tendremos pena. Él cuidará también de nosotros y nos protegerá constantemente.
Amado Señor, permíteme que hoy te recuerde constantemente.
AMMA
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