martes, 2 de abril de 2019

Ataques de pánico: cómo superar el miedo extremo


Quien los sufre, se ahoga y cree que puede morir, mientras el médico le asegura que es simple nerviosismo o, peor aún, que no hay causa alguna. ¿Qué miedos profundos esconden? ¿Cómo vencerlos?


De pronto siente mareo, se le nubla la vista, le cuesta respirar y le parece que el corazón le late a mil por segundo. Toda esta sintomatología aparece de repente, en cualquier momento y en cualquier lugar.


A veces surge al cruzar la calle, otras al bajar al metro y, aunque pueda desaparecer al cabo de pocos minutos, a quien la sufre siempre le queda una fuerte sensación de miedo y de inseguridad, como si se hubiera salvado de milagro de un gran peligro y no supiera bien dónde había estado el riesgo.


Queda no obstante el miedo a que ese “ataque” se repita, en cualquier lugar y momento, y sin saber cómo prevenirlo.

¿Qué es un ataque de pánico?


Estos accesos inesperados y recurrentes se conocen como “ataques de pánico” y se han convertido en un problema masivo, en una epidemia característica de nuestras sociedades urbanas.


La persona que sufre estas crisis no sabe por qué le ocurren y termina por avergonzarse de sus dificultades e intenta disimularlas por todos los medios.


Si vuelve a ocurrirle varias veces, empieza a desarrollar hábitos que siente que le ayudan, pero que en realidad limitan su vida.


Evita situaciones que podrían causar el “ataque”, se prohibe actos que podrían desencadenarlo y realiza otros porque intuye que pueden atenuar las consecuencias.


Pero el resultado de este tipo de pensamientos es que la persona tiende a encerrarse, a salir poco de casa o a hacerlo siempre en compañía, se niega a viajar en transportes públicos, a conocer gente, a entrar a un restaurante o un cine.


Se va acostumbrando a disimular ante sus amigos y su familia y se aísla cada vez más. Huye de los espacios abiertos (actitud que se conoce como agorafobia), de los lugares muy concurridos, de las fiestas, de la gente que no conoce.


Así, estos “efectos secundarios” sociales de los ataques de pánico pueden llegar a ser tan destructivos como el propio episodio.

Síntomas


Cuando la persona que se enfrenta a este problema se da cuenta del círculo en el que ha entrado, busca desesperadamente pistas para entender qué le ocurre.


Lo primero que percibe es que la sensación de pánico aparece unida a manifestaciones físicas: mareos, falta de aire, vista nublada, palpitaciones. Y piensa que tal vez todo se deba a algún problema corporal.


Suele empezar entonces un largo camino por consultorios médicos de diversas especialidades, donde se escucha casi siempre la misma respuesta: “Usted no tiene nada en absoluto, sus exámenes clínicos han salido del todo normales, deje de preocuparse”.


Pero esta respuesta no despreocupa, sino que inquieta mucho más, ya que la persona que padece ataques de pánico tiene entonces la sensación de que todo lo que ha contado en sus visitas médicas “no existe”, y se sumerge poco a poco en un estado de vulnerabilidad psicológica.


Se siente cada vez más frágil porque no encuentra el modo de relacionar la sensación de “peligro” con los recursos que tiene para enfrentarse a él. Y más cuando se le dice y se le repite una y otra vez que no son los recursos físicos los que necesita activar.

La angustia es humana


Aunque creamos que los ataques de pánico son una dolencia “moderna”, ya fueron diagnosticados por Sigmund Freud en 1895. Sin embargo, Freud los llamó neurosis de angustia.


Creo que la denominación original permite orientarse mejor en la comprensión del tema, mientras que “ataque de pánico” lleva a una encerrona: predispone a creer que estamos hablando de un ataque a la integridad psicofísica (mi cuerpo, mi mente) por parte de algo que está fuera de uno, que es ajeno.


No es sólo una cuestión de palabras. La expresión “ataque de pánico” presupone una cierta pasividad por parte de quien lo sufre e induce a sobrevalorar la importancia de la intervención externa, instrumental y química en la solución del episodio.


El término “angustia” habla en cambio de algo profundamente humano, que nos compromete íntimamente. La angustia es algo que uno vive, un estado por el que uno transita y del que uno mismo puede salir. La ayuda puede provenir de fuera, pero requiere una actitud activa de parte de quien padece el trastorno.

Las causas de angustia actual


Los recursos para superar estas crisis se encuentran en el interior de cada persona y en el modo en que cada uno pueda ir resolviendo su relación con el entorno, con el mundo que lo rodea y del que forma parte.


Hay que remarcar que estos ataques inciden justamente en esos dos puntos clave: en la relación con uno mismo y con el mundo circundante.


A poco de salir de una crisis, la persona se pregunta inmediatamente por su identidad: “¿Soy yo realmente, esto me está pasando realmente a mí?”. No se reconoce ni reconoce el lugar y los objetos de su alrededor: “He estado mil veces en este lugar, pero es como si fuera otro, no sé, distinto, peligroso”.


¿Qué ha pasado en la sociedad contemporánea para que estos ataques de angustia se hayan hecho tan comunes? Cabe pensar que algo malo ha sucedido en la relación del ser humano con el prójimo, con su medio, con los valores, con la naturaleza, con el sentido de la vida.


Se ha instalado un sentimiento de distanciamiento con “el otro” que disminuye nuestra posibilidad de asimilar lo extraño, de darnos tiempo para que lo novedoso muestre sus atractivos sin que nos inspire temor, desconfianza y, al final, angustia.

La angustia básica y existencial


Pero tengamos en cuenta que existe una experiencia de la angustia que es universal, constitutiva de nuestra condición humana. ¿En qué consiste, y por qué señalo que es una “experiencia”?


Al decir que es una experiencia y no sólo un sentimiento, quiero expresar que pertenece simultáneamente al ámbito de nuestros sentimientos, de nuestras sensaciones corporales y de nuestros pensamientos. Nos afecta en todos los ámbitos como seres humanos que somos.


La palabra angustia (angst, en alemán) remite a “angosto”, a estrecho, a esa sensación de opresión del pecho que sentimos como dificultad respiratoria y miedo a la muerte. Los anglosajones la llaman “ansiedad” (anxiety). La ansiedad se parece casi por completo a su hermano el miedo, pero no es lo mismo.


La angustia es un miedo sin objeto evidente. La vamos construyendo a lo largo de la vida, a medida que percibimos que estamos solos y que algún día moriremos.


Esta angustia es universal e inevitable, un trasfondo de desolación sobre el cual se construye toda la existencia humana.


Todas las civilizaciones, todas las culturas, han creado mitos (como la caída del paraíso o la pérdida de la inocencia originaria) que representan ese estado de angustia existencial que nos invade.

El miedo es útil

Además de esta angustia básica, común a todos por el hecho de vivir, podemos sentir lo que se conoce como “angustia señal”, a la que sería mejor llamar directamente miedo.

El miedo tiene la importante misión de alertarnos sobre posibles amenazas a nuestra integridad. El miedo es un arma defensiva que nos previene de los peligros. Y si no podemos evitarlos, nos permite que luchemos contra ellos.

Esta “angustia señal” o miedo es una cualidad fundamental de la evolución biológica, por su valor como preservación de los seres vivientes. Nos facilita la supervivencia.


Nuestro sistema nervioso y endocrino dispone de una compleja serie de dispositivos orgánicos, muy afinados, para sostener y fortalecer este miedo útil. Valgan como ejemplo dos.

El primero tiene que ver con nuestra memoria, que graba con mucha más intensidad los recuerdos ligados a la experiencia del miedo.

El segundo se refiere a nuestra capacidad de lucidez. Cuando se nos disparan los instrumentos biológicos del miedo, nuestra atención se concentra en el objeto amenazante, impidiendo cualquier distracción reflexiva o sensorial. Solo veo, s0lo oigo, s0lo pienso en lo que me amenaza.


El ser humano ha cuidado amorosamente su miedo, lo ha utilizado como un instrumento de preservación de la vida en el planeta.

Cuando el miedo y la angustia se convierten en pánico


Ahora bien, hemos hablado de la angustia básica que constituye un fondo común a nuestra condición humana, y de la angustia “señal” o miedo que nos previene de peligros.




Pero a veces esa angustia básica deja de ser un “fondo” y avanza al primer plano, se convierte en una figura protagonista de nuestra existencia.


Y el miedo útil pasa a ser una alarma hipersensible, que se dispara erráticamente.


Las razones de este cambio son difíciles de discernir pero están ligadas siempre a sucesos de nuestra historia personal. Pero la más mínima sensación corporal que se parezca a algunos de los síntomas del ataque de pánico puede disparar de nuevo los mecanismos del miedo.


El ataque de pánico o neurosis de angustia se vive pues como la irrupción brusca y cruda de un miedo sin palabras, un ter­ror corporal que brota de una fuente desconocida e inaccesible. Y esos temores tempranos están presentes en los síntomas corporales mencionados.


La persona lucha entonces por controlarlos y ocultarlos. La situación empeora, entrando en una espiral ascendente. En este momento se hace necesaria la intervención psicoterapéutica.

Cómo tratarlo y aliviarlo: la terapia

Acercarse a las motivaciones más profundas de nuestra ansiedad es el primer paso para aliviarla.


Al comienzo de la terapia la persona abandona ya el esfuerzo estéril de controlar o disimular sus síntomas. Esa primera liberación permite trabajar sobre el cuerpo, intentando aflojar la tremenda tensión acumulada en la musculatura respiratoria.

Deshacer la rigidez


El cuerpo necesita rebajar la intolerable hipersensibilidad a los síntomas de la angustia que ha ido desarrollando poco a poco.

Cuando se ha logrado destrabar y ablandar el cuerpo, es posible avanzar sobre la idea de que también la mente está paralizada, bloqueada y se halla totalmente indefensa y sin recursos para buscar alternativas a la mecánica de la angustia.


El cuerpo está rígido porque ha adoptado las formas rígidas de nuestros pensamientos inspirados en el miedo.


Si cobramos conciencia de la relación entre los síntomas y sus motivaciones, ganamos una mirada más serena sobre esas partes de nuestra historia que deben ser revisadas y reestructuradas.


Al tomar contacto paulatino con la fuente del dolor, es posible volver a colocar la “experiencia de la angustia” en aquel “fondo” común a todo humano. Es como si un río se hubiera desmadrado y tuviéramos que reconducirlo a su cauce natural.


De lo que se trata es de, en lugar de negar la angustia, hacer justamente todo lo contrario: considerarla una experiencia vital.


Al integrarla poco a poco en el fluir de nuestra existencia, dejará de ser un obstáculo para vivir mejor.

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